Una ciudad de peluquerías

Conozco a muchas personas que van a la peluquería principalmente para charlar. Yo, en cambio, voy a callarme. No me gusta nada que me den conversación. Es más, he terminado por cambiar de peluquería porque determinado peluquero o peluquera me tenía frito con su torrencial verborrea. Que te den conversación cuando no la has pedido es muy molesto y, como soy periodista, me ocurre a menudo; por ejemplo, en las bodas. Cuando los desconocidos con los que me veo obligado a compartir mesa descubren que trabajo en la radio ya no tengo escapatoria: que si el procés, que si la guerra en Ucrania, que si Messi, que si yo siempre escuchaba a Bassas o a Cuní y eso sí que era periodismo… ¡Qué lata! En estas ocasiones desearía haberme dedicado a la física cuántica o ser un especialista en lenguas semíticas. Imagino que nadie se atrevería a darme conversación sobre la interacción de la luz con las partículas o de las consonantes enfáticas mientras sorbe la cabeza de una gamba.

Cuando me siento en la butaca de la peluquería cierro los ojos de inmediato y me hago el dormido para evitar que me den la tabarra. Suele funcionarme bastante bien; el peluquero o peluquera se concentra en su trabajo sin abrir la boca para no despertarme y yo me puedo relajar un rato y dejar volar la imaginación. Debo decir que disfruto mucho de este ratito de desconexión, de ponerme literalmente en manos de alguien que me toquetea la cabeza a placer y maneja con destreza tijeras y navaja peligrosamente cerca de mi yugular… ¿No creéis que la peluquería, a veces, se aproxima al BDSM? Más de una vez hay que soltar un “ay” como palabra de seguridad para hacer notar al peluquero o peluquera que modere el entusiasmo.

Hace unos años el colmo de la modernidad eran las peluquerías unisex. Hombres y mujeres compartían establecimiento para arreglarse la melena. Recuerdo con nostalgia el Tall i tallats, una peluquería-cafetería con mucha solera que hace veinte años estaba junto al Mercat Nou de Sants. Modernos y modernas acudían a cortarse el pelo en este establecimiento y antes o después tomaban café o una copa. Por el contrario, ahora salen como setas barberías enfocadas exclusivamente a una clientela masculina y, en especial, a los barbudos. La mayoría tienen una estética retro que remite a las barberías de toda la vida donde hace unos años sólo ponían los pies unos abuelos que después salían repeinados y oliendo a Floïd. Se trata de unos establecimientos inspirados en las barberías americanas de los años 50, presididos por los inconfundibles grandes sillones metálicos de la época y con el clásico post blanco, rojo y azul en la fachada a modo de reclamo. Las paredes suelen estar llenas de fotografías en blanco y negro de hombres barbudos y atractivos. Como barbudos y atractivos son los peluqueros que las regentan. Un grupo de hípsters cortados del mismo patrón, generalmente tatuados, que seguro que acumulan miles y miles de seguidores en las respectivas cuentas de Instagram.

La mayoría tienen una estética retro que remite a las barberías de toda la vida donde hace unos años sólo ponían los pies unos abuelos que después salían repeinados y oliendo a Floïd

Sorprende que el referente de estas barbershops, como su nombre indica, sea anglosajón mientras que las peluquerías femeninas siguen inspirándose mayoritariamente en Francia y, singularmente, en París como capital de la moda, la perfumería y la estética. Le Salon, Le Petit Salon… Hay un montón. Hace algún tiempo fui a una peluquería unisex afrancesada de estas tan refinadas y fue toda una experiencia: mientras me lavaban la cabeza con una coreografía de manos que parecía ensayada al milímetro me pusieron unas rodajas de pepino en los ojos para refrescarme que, por cierto, acabé pagando a precio de menú degustación.

Barcelona es una ciudad de bares, pero sin duda también lo es de peluquerías. Desde los humildes establecimientos de barrio a los salones de belleza del Upper. Sin olvidar, por supuesto, las grandes cadenas de salones de belleza como la creada por nuestro peluquero más importante de todos los tiempos: Lluís Llongueras, figura imprescindible de la crónica social de las últimas décadas y de una popularidad que ningún otro peluquero ha superado. Durante la crisis de 2013, al desbordante Llongueras le preguntaron si la pésima situación económica le estaba pasando factura al negocio. Él respondió que estaba convencido de que, pese a la crisis galopante, la gente seguiría invirtiendo en cuidarse el pelo como llevaba haciendo desde la antigüedad y remataba con lucidez: “¡Yo, al fin y al cabo, vivo de que el pelo sigue creciendo!”

Pues eso: larga vida a las peluquerías y a la promesa de salir mejor de lo que entramos.