En Catalunya, doce mujeres no han tenido la oportunidad de ver este inicio de 2023 porque el pasado año las mataron sus parejas. El último mes del año que acabamos de cerrar ha sido particularmente crítico en cuanto a la violencia machista, con un repunte de los asesinatos que sitúa el cómputo de feminicidios en el conjunto del Estado cerca del medio centenar. Son unos crímenes terribles que, sin embargo, no debemos entender que como hechos aislados, sino como la manifestación más extrema de una sociedad, la nuestra, todavía profundamente machista.
¿Pensáis que estoy exagerando? Seguramente sea porque sois hombres. Preguntad, si no, a vuestras madres, hermanas, hijas o compañeras de trabajo cuántas veces, a lo largo de sus vidas, han sido víctimas de violencia machista, especialmente, de violencia sexual: una pareja controladora, un superior que vinculaba el ascenso laboral de una subordinada a la satisfacción de sus deseos lúbricos, un entrenador de baloncesto baboso que disfraza de masajes deportivos unos tocamientos delictivos, el desconocido que, en cuanto tiene ocasión, acorrala en un callejón oscuro para manosear a sus víctimas antes de salir corriendo y perderse en la noche. Hay cientos, miles de casos de este tipo, y la mayoría nunca saldrán a la luz. A menudo porque las víctimas ni siquiera se reconocen o quieren reconocerse como tales y, por supuesto, los abusadores tampoco.
Hace un par de años, leí un reportaje en El País sobre los asesinatos selectivos de niñas en India que me heló la sangre. La periodista Indira Guerrero contaba que, en las últimas décadas, habían muerto millones de niñas en ese país porque el precio de criarlas había convertido su vida en algo inviable. Niñas recién nacidas asesinadas a manos de sus propios progenitores o abortadas durante el embarazo por el simple hecho de serlo. Guerrero ponía como ejemplo los registros de nacimiento de 132 pueblos del distrito de Uttarkashi, a unos 300 kilómetros de Nueva Delhi, donde los 216 bebés nacidos en un periodo de tres meses habían sido todos niños. Oficialmente, ni una sola niña.
No estamos en India, ni tampoco en Afganistán, donde las mujeres ya no pueden ir a la universidad, o en Irán, donde pagan con la vida el atrevimiento de no ponerse el velo islámico. Sin embargo, a menudo escucho personas de mi entorno que, sin ruborizarse, sostienen que prefieren tener hijos que hijas. Algunos dicen que porque las niñas son más complicadas y se quedan tan anchos. Otros que porque, con las niñas, los progenitores sufren mucho más, sobre todo durante la adolescencia.
Padres y madres incapaces de conciliar el sueño cada vez que su hija sale de fiesta hasta saberla de regreso, sana y salva. Progenitores permisivos con sus hijos varones, pero controladores y sobreprotectores con sus hijas, porque saben el pan que se da en ciertos contextos sociales y laborales: no me gusta que, de noche, vuelvas caminando, coge un taxi, aunque estés al lado de casa; me preocupa que hagas deporte sola por Montjuïc o por la carretera de las Aigües; no te pongas este vestido para ir al trabajo o a la universidad, parece que busques algo… ¿Sigo?
No tengáis hijas, dicen algunos, medio en broma, y yo pienso que no hace ni puñetera gracia y que empieza a ser hora que nos lo tomemos en serio. Para empezar, una de las prioridades de Barcelona para este 2023 debería ser que la ciudad fuera tan segura para hombres como para mujeres porque es evidente que, por ahora, todavía no lo es.