A los barceloneses nos gusta pensar las cosas o eso, al menos, así se desprende del éxito de convocatoria que uno admira en las conferencias filosóficas de lugares como el CCCB o el Ateneu, a lo que hay que sumar la celebración de certámenes especializados en la metafísica de andar por casa como la Biennal del Pensament o el Barcelona Pensa. Hay que felicitarse de que nuestra ciudad sea pionera en el arte de discurrir. En cuanto a la primera iniciativa, que ha contado con actos literalmente multitudinarios a lo largo de los años, me ha sorprendido la notoria disminución de filósofos en su actual cartel y el hecho de que la mayoría de medios hayan reseñado exclusivamente actos protagonizados por escritores y excelentes ponentes de otras disciplinas artísticas. Éste no es un artículo con vocación gremial, pues la filosofía siempre se ha nutrido de otras disciplinas. Al contrario, es un toque de atención importante a mi queridísima secta.
De hecho, una de las grandes cosas que tiene la filosofía es que repele el aspecto profesional que exigen la mayoría de los oficios. A lo largo de la historia, los pensadores siempre han provenido de otros menesteres, casi nunca se han ganado el fricandó mediante sus textos, e incluso las philosophical superstars del presente deben sobrevivir con la penitencia de las aulas. A su vez, cabe insistir en que la filosofía académica (un invento bastante reciente, en términos históricos, más bien del siglo XX) nunca ostentó el monopolio del pensamiento. En este sentido, yo me siento perfectamente cómodo con que un cineasta o un dramaturgo puedan acercarse a los nubarrones metafísicos sin ningún complejo. A su vez, quién sabe si la enfermiza especialización de mi gremio (sumada a una poco disimulada voluntad críptica que no siempre implica calidad) le ha acabado alejando de los debates contemporáneos que surgen entre la ciudadanía.
En el caso de la Biennal, es notorio comprobar cómo (a pesar de la presencia de tótems de la disciplina como Jacques Rancière o la menos mediática pero interesantísima yanqui Joan C. Tronto), la mayoría de las filósofas de carrera que destacan en su programa se han dedicado a temas de género; así es el caso de profesoras más que notables como Chiara Bottici y Oyèrónké Oyèwùmi. A su vez, también es importante resaltar como algunas discusiones importantes de cara al debate ciudadano —en términos como la ocupación nacional, el poder emancipador de la cultura o el futuro de las metrópolis— no cuentan con la voz de pensadores y, más concretamente, de filósofos de nuestra tribu. Puede aducirse que nuestros doctos académicos no han dedicado demasiados esfuerzos a temas a menudo asociados a la urgencia periodística (lo cual no sería verdad) pero, si se piensa así, lo mejor para paliarlo sería ofrecerles tribuna.
Todas estas enmiendas, lo diré hasta la náusea, no exigen cuota alguna ni quieren dar a entender que los comisarios de la Biennal (los estimables Xavier Fina, Raül Garrigasait y Mar Rosàs) sientan desprecio por la academia filosófica. Un festival puede tener todas las estrellas del mundo filosófico-editorial y una gran aceptación de público pero, sin embargo, convertirse en un producto banal de escaso interés. Pero la tendencia marca cierta incomodidad entre pensadores-académicos y el mundo del ágora ciudadana que intentaría representar este certamen. En este sentido debo ser crítico, lo vuelvo a decir, con mi hermandad, a menudo demasiado encantada de haberse conocido (¡especialmente en el ámbito universitario!) y de continuar vomitando publicaciones, tesis y tomos infumables con el objetivo que no los lea ni puto Dios. La filosofía es un arte difícil, pero esto no excluye de ponerlo en contacto con un público ávido de ideas.
En este sentido, la única tentación gremialista que me genera el cartel de la Biennal (si me permitís un ejercicio de dialéctica negativa) es el de poner de manifiesto la escasa reacción que la exclusión de los de mi bando ha generado entre los colegas. No me gusta hacerme el pitiminí, pero diría que he sido de los pocos que se ha percatado del hecho. Denuncio esta indiferencia, porque podemos perder la pretensión de monopolio del pensar; ¡pero al menos, collons, disimulemos un poco nuestra desidia! Dicho esto, pensémoslo en calma, hagamos autocrítica… y, puestos a ser del oficio, consolémonos recordando que —en el fondo— siempre hemos sido minoría en todas partes. A veces, ay, por fortuna de todos.