Los barceloneses y los hoteles de la ciudad

¿Me equivoco si digo que hace unos años a ningún barcelonés se le habría ocurrido poner los pies en un hotel de la ciudad? Digámoslo claramente y a riesgo de caer en un cierto cuñadismo: el barcelonés sólo iba a un hotel de su propia ciudad si tenía una aventura extramatrimonial o si su pareja lo había pillado in fraganti, lo había echado de casa y acababa, por fuerza, en una solitaria habitación de hotel donde se dedicaba a vaciar el minibar para ahogar las penas. Quizás exagero un poco, de acuerdo, pero me admitirán que hasta no hace mucho el grueso de los barceloneses pasábamos por delante de estos establecimientos sin atrevernos a entrar ni, por supuesto, quedarnos a cenar porque, encima, el tópico decía que en los restaurantes de los hoteles se comía fatal.

Afortunadamente y de la misma manera que los barceloneses a primeros de los noventa redescubrieron el mar a raíz de la transformación olímpica de la ciudad, un buen día también dejamos de vivir de espaldas a los hoteles, como si aquello no fuera con nosotros, y nos en enamoramos de ellos. Bueno, tal vez sea más preciso decir que fue un enamoramiento mutuo, puesto que los hoteleros también comenzaron a pensar en los locales como potenciales clientes.

En mi caso, este romance con los hoteles de la ciudad comenzó en el icónico hotel Omm -el actual Sir Victor Hotel-, un proyecto innovador y con vocación de hacer ciudad creado por uno de los grandes nombres del negocio de la restauración en nuestro país, Rosa Esteva, cofundadora del Grupo Tragaluz. Inaugurado en 2003, el Omm enseguida conquistó no sólo huéspedes de todo el mundo -como, por otra parte, ya hacían con acierto muchos hoteles de la ciudad en pleno boom turístico- sino también y en eso creo que fue pionero, barceloneses que, enseguida, convirtieron su lobby elegante y confortable en lo que llamamos the place to be. Pero es que, además, ¡en el Omm se comía de maravilla! El Roca Moo, un restaurante con estrella Michelin asesorado por los hermanos Roca, cogió igualmente fama entre los locales rápidamente.

Para ser justos, debo decir que unos años antes, concretamente en 1999, el Majestic ya había abierto camino en esto de dotar a los establecimientos hoteleros de la ciudad de una oferta gastronómica de primer nivel con la apertura del mítico Drolma de Fermí Puig. Después han venido muchos otros como el Lasarte de Martin Berasategui en el Condes de Barcelona -actualmente, Monument Hotel- o el Moments de Carme Ruscalleda y Raül Balam en el Mandarin Oriental, todos también con estrellas Michelin.

Por lo tanto, primero empezamos por los lobbies, después seguimos por los restaurantes y, finalmente, los barceloneses también nos hicimos nuestras las terrazas de los hoteles, convertidas en unos espacios sofisticados que ponían al alcance de los locales vistas hasta entonces desconocidas de la ciudad, donde tomar una copa o cenar, a menudo, acompañados de música en directo. Creo que uno de los primeros establecimientos en abrir su terraza al público en general fue precisamente el Condes, la llamó Terraza Alaire. Entre mis preferidas figura también la terraza del Marquesa de Cardona, mucho más íntima; La Isabela de 1898 es un oasis de calma en plena Rambla y, por supuesto, no me puedo olvidar de la roftop del Claris, todo un clásico. También quiero citar, especialmente, el jardín del Hotel Alma, un espacio recogido y sosegado junto al lado de Paseo de Gracia, y la magnífica terraza del Hotel Casa Fuster, entre otras razones, porque cada año, por Sant Jordi, acogen sendas fiestas convertidas en un clásico para la gente del sector del libro. Ojalá que el año próximo se puedan volver a celebrar con normalidad.

Escribo estas líneas cuando hace meses que gran parte de los hoteles de la ciudad están cerrados por los efectos de la pandemia de la Covid-19 y lo hago precisamente porque es después de haber vivido un verano sin hoteles que me he dado cuenta de hasta qué punto estos establecimientos también se han convertido en espacios indispensables para el ocio y la vida social, en general, pero también económica y cultural de los barceloneses. Por tanto, no caigamos en la trampa de pensar que la oferta hotelera va únicamente dirigida a los de fuera, reivindiquemos los hoteles de la ciudad también como propios porque, con los años, los barceloneses nos los hemos hecho nuestros.