Nfumu Ngui

O gorila blanco, en lengua fang. No hace falta ni siquiera ser boomer, solo un poco ícser, para tener un rincón del corazón guardado para Floquet de Neu en el mismo cajón que la carabela de Colón, el restaurante del “rompeolas”, los tinglados, la Cova del Drac, la sala Zeleste o el tramvia blau. No hace falta ni siquiera ser un poco sensible para facilitar su memorial en forma de placa, de calle o de estatua como incluso ha hecho el renovado Museo de Cera, confiriéndole un papel mucho más destacado que Billie Eilish, Paul McCartney o Greta Thunberg.

La singularidad es un bien sagrado y a proteger, por kitsch que sea, y que no se entienda esto explica que ni siquiera Salvador Dalí tenga placa, calle, estatua o unos tristes urinarios públicos en algún rincón de la ciudad. Por razones también ideológicas, evidentemente. No se puede entender que, en este caso apelando al pasado colonial español, tenga que costar tanto cumplir las promesas municipales que desde 2003 garantizan un recuerdo para nuestro añorado conciudadano albino. Cuando, si algo era Nfumu Ngui equiparado a un homo sapiens sapiens, era un refugiado. Un acogido. Un barcelonés más, aunque ilustre e irrepetible.

Pero resulta que Nfumu Ngui no era un sapiens sapiens, sino un gorilla gorilla (esta curiosa costumbre de la terminología científica para repetir termas, como el anuncio de el torró-torró). Y como que era un gorila gorila y además era rubio y blanquito rubio y blanquito, mereció ser comprado por veinte mil pesetas y exhibido en el zoo de la ciudad, no sin antes defecar en la silla del despacho del alcalde Porcioles. A él le daría igual que le dedicaran una placa o una calle, él se defecaría en todas estas cosas y todavía más en las absurdas excusas municipales, pero la parte bonita de Floquet de Neu es que él a nosotros no nos daba igual.

A él le daría igual que le dedicaran una placa o una calle, él se defecaría en todas estas cosas y todavía más en las absurdas excusas municipales

Tiene un punto de ridícula, en efecto, la imagen de niños y mayores señalando a la mona blanca porque era blanca del mismo modo que en su momento se exponía el negro de Banyoles por su misteriosa condición de negro. Pero nuestro comportamiento infantil no es el que tiene que recibir un juicio, o el recuerdo, o el homenaje o la desaprobación: aquí nosotros no somos los protagonistas sino él, el mono blanco, único en todo el mundo como la Sagrada Família (otra supuesta mona), el ou com balla o los pendientes de la Ocaña.

No sé si el zoo se portó bien con él, supongo que no en aquellos tiempos. Pero sé de veras que los ciudadanos lo quisimos, viniera de donde viniera, fuera comprado o regalado, capturado o rescatado, feliz o desgraciado, aquí fue un mono como nosotros desde el primer día y desde el primer día nos colonizó el corazón. Dicho de otro modo, los ciudadanos no tenemos la culpa de lo que pasó en Guinea Ecuatorial y Floquet, como conciudadano singular que era, tampoco. Nuestro amor estaba por encima de todo esto.

De este debate espinoso sobre los crueles imperios hispanos ha resultado retirada la estatua a Antonio López, y la estatua de Colón se ha salvado por los pelos mirando, como siempre, hacia otra lado. Y es que resulta curioso que, tratándose de erradicar el rastro de los privilegios del colonialismo, se cambie la calle del Almirante Cervera por la de Pepe Rubianes pero en cambio se mantenga aún indiscutido el vecino paseo Joan de Borbó. Por no hablar de otros bustos vivientes y presentes en las salas consistoriales.

Si el nomenclador es polémico en términos ideológicos y humanos (cualquier día retirarán la estatua de Cambó o la calle de Pla), no lo tendría que ser para un icono generacional indiscutible que no sabía, de ideologías ni de la flota de ultramar. Ni de lo que es un zoológico, que quizás este es el tema que se ha querido desviar y que algún día sí que sería interesante abordar. Y, aun así, guardar un recuerdo para Floquet de Neu precisamente serviría para concienciar sobre el trato a los animales así como del trato a las excolonias, porque él precisamente no tiene culpa de una cosa ni de la otra. Pero sobre todo sería un recuerdo por una sonrisa, unos irresistibles ojos perdonavidas y una santa paciencia dentro de la vitrina que muchos pudimos disfrutar en directo y que, en cuanto a las generaciones posteriores, merecen también conocer y exhibir. Quizás somos mucho más que monos, no lo sé. Pero también es posible que no seamos mucha cosa más que monos. Y también es posible que no seamos, al final, nada más que unos curiosos ejemplares de la especie estúpido estúpido.