Mi paladar no tiende hacia la dulzura pero, de forma misteriosa, las pastelerías siempre han conformado una parte importantísima de la brújula que llevo encima cuando paseo por Barcelona. Antes que un espacio en el que pueda pecar, la confitería es para mí una zona de descanso mental y de respiración tranquila, un universo de escasa novedad, sin demasiadas noticias. En un tiempo en el que incluso los roscones se han beneficiado del artificio químico de la nueva cocina (felicitamos a los genios de Hofmann, artistas de primer mundo), yo vuelvo a las pastelerías para encontrarme con el pasado; por ello, lejos de la necesaria vanguardia culinaria que salva Barcelona del tedio, las pastelerías que amo son lugares donde mi conciencia puede disfrazarse de tieta y, conservador, siempre acabo cayendo en la melancolía blanda de algún bollo. La elección me pincha el alma, porque siempre he intentado huir de cualquier costumbre francesa.
Pero me vence la nobleza incuestionable del cruasán. Una parte importante de mi cuerpo está hecha de los cruasanes salados de la pastelería Vives de la calle Aragó. El más perfecto, de hecho uno de los mejores de Europa, sigue siendo el de atún, seguido por el de pollo y, un poco más chapucero, el clásico de jamón y queso. Cuando echo de menos la Cuadrícula vuelvo al lugar y me zampo uno en los bancos de Rambla de Catalunya, mientras me sigue sorprendiendo la cantidad de gente con la que te encuentras en mi antigua calle (el invento de Cerdà es, en efecto, un barrio donde la socialización acaba resultando obligatoria). Desde que vivimos en Ciutat Vella, una de las alegrías del nuevo enclave es su aglomeración de excelentes bollerías. Por fortuna, vivo rodeado de maravillosos cruasanes como los de La Colmena o de Santa Clara. Pero ninguno de ellos se acerca a la insultante perfección espiritual y gustativa de los producidos en la pastelería Brunells.
Dice Su Santidad Google que el cruasán de la Brunells es el mejor de España. A mí lo de los premios me da igual, sólo faltaría, pues la perfección de este artefacto de mantequilla va más allá de cualquier jurado. Ante todo, Brunells es uno de los pocos espacios de Ciutat Vella que ha sobrevivido a la nauseabunda huella del turismo masificado y a la tentación de una excesiva modernez en las recetas. A pesar de haber ampliado su espacio ancestral de la calle Princesa con Montcada (tozudamente alzado en este rincón desde 1852) con tal de albergar a todos los visitantes que pasan la mañana haciendo el primo en el Picasso, Brunells todavía es una pastelería de barrio, sus amables dependientes siempre se dirigen al cliente en nuestra lengua, y la base de sus productos continua siendo la biblia de la bollería del país. En una ciudad depredadora y cada vez más manoseada por el esnobismo, este rincón resiste al cambio con una deliciosa terquedad.
En una ciudad depredadora y cada vez más manoseada por el esnobismo, este rincón resiste al cambio con una deliciosa terquedad
El cruasán de Brunells es realmente extraordinario, desaparece mágicamente antes de ser ingerido, burbuja de oxígeno con mantequilla, y te deja la boca dormida como si te hubieras lavado los dientes con el flujo vaginal de la Virgen María. Contraviniendo mi historia de los cruasanes en Can Vives, casi siempre he preferido este artefacto sin relleno, pero cabe decir que las invenciones de los artesanos en Brunells (insuflan pistacho, nata con fresas, crema e incluso chocolate blanco al invento) son una delicia. Las tartas no forman parte de mi disfrute, pero la reelaboración de Brunells es extraordinaria, encabezando la lista un lemon pie tremebundo. Ya sé que parezco un hombre anuncio –qué le vamos a hacer, paso horas muy bajas–, pero también cabe reseñar que los amantes del buen pan encontrarán unas hogazas de semillas o nueces que son lo mejor del barrio.
Barcelona nos está obligando lentamente a refugiarnos en pequeñas zonas de confort donde lo ancestral continué impertérrito. En este sentido, las pastelerías son ahora mucho más importantes que nuestros museos, incluso que las magníficas bibliotecas que pueblan cada barrio. El cruasán de Brunells es un motivo para levantarse y visitar un espacio donde nos exalta el nou y nos sigue enamorant el vell. Venid con moderación, que los de la barriada todavía queremos sentir algo parecido a la sensación de tener algún que otro tipo de preferencia.