Turistes Turó de la Rovira
Vistas de Barcelona desde el Turó de la Rovira. © Antonio Lajusticia Bueno

Enojados con Barcelona

Desde hace semanas, sentía lo que los cursis llaman burnout; escribir el artículo del día se me hacía una montaña, las pestañas se acumulaban en la inacabable cascada de ventanillas del Mac, notaba como si el cerebro se me durmiese en cada esquina, e incluso el ocio más ilusionante me provocaba una pereza repentina. A parte de todo esto, y como le ocurre a mucha conciudadanía, estaba enfadado con Barcelona; los guiris han vuelto en masa a Ciutat Vella, tenemos todo el barrio en obras (recordatorio del año que nos falta para las municipales) y, cuando entras en una tienda de El Call y dices “bon dia”, te sientes como un alienígena. A menudo te enfadas con la ciudad y (no hay cosa más repugnantemente barcelonesa) te piras a la segunda residencia para disfrazarte de runner y respirar aire puro, esperando que lo que llamas vida rural, y que de campesina no tiene nada, te cure las crisis y te ayude a meditar sobre el porvenir.

Hacía mucho tiempo que no me iba una semana de Barcelona. Haciéndolo he comprobado, por enésima y con cara de imbécil, que los barceloneses vocacionales, por mucho que desdeñemos la ciudad y disfrutemos criticando sus peajes, somos incapaces de hacer nada bueno fuera de sus calles. La vida lejos de la ciudad es anestesiante, ideal para justificar las siestas y enrojecerse la piel; pero los barceloneses indígenas somos incapaces de vivir allende los mares (quizás sólo en ciudades como Manhattan, que también son cuadrícula) y cuando deambulamos por el Empordà todos hacemos esa cara de perro mal paseado que se esfuerza por volver a respirar polución cuanto antes mejor. Enfadarse con Barcelona (criticar las obras de Via Laietana y creer que servidor las habría organizado con mucha más pericia que la alcaldesa) forma parte de nuestra ética y del deporte predilecto de cualquier urbanita: me quejo, ergo sum.

Hace meses, incluso años, que los barceloneses nos sentimos especialmente incómodos. Ésta es una ciudad que ha crecido con las ferias y el olimpismo y diría que la falta de una efeméride nos hace carecer de mística. Paralelamente, opino que sucede algo tan sencillo como que nos hacemos mayores y nos complace refunfuñar. En efecto, resulta poco creíble que millones de personas visiten anualmente Barcelona si nuestra ciudad fuese un lugar tan insalubre, poco seguro y nada estimulante. Muchos tenemos la sensación de que Barcelona pierde pistonada en la competición del ránking de ciudades más innovadoras y vivibles del mundo, es cierto, pero a menudo pienso que tampoco nos gustaría vivir en una Silicon Valley europea y que, en el fondo, si Barcelona se convirtiera en una de esas ciudades del norte tan cultas, limpias, ricas y desveladas… acabaríamos huyendo de aquí cansados ​​de tanta civilización, buenos modales, y primer mundo.

Hace una semana, incluso pensé en si debería imitar a muchos coetáneos y amigos que se han ido de Barcelona y que me cantan las gracias de vivir en provincias; todo es más barato (no es muy difícil) y, al fin y al cabo, puedes vivir como un rajá teletrabajando y volviendo una vez a la semana a la capital para recordar lo espantoso que es el tráfico. Con frecuencia he pensado que los colegas tenían razón y que la tarea de escribir podría hacerla igual mientras contemplo un Mediterráneo mucho más azul. Pero hoy, cuando he salido a la parada del Liceu, aunque rodeado de océanos de turistas desvalidos y con un calor desértico, sólo ver la Iglesia del Pi y la belleza de su plaza, era tan feliz que he tenido la tentación de abrazar al grupo de italianos que, as usual, hacían procesión ante la efigie de Santa Eulalia impidiéndome entrar en casa. Después he fumado, desde el balcón, bañando de humo la piedra vetusta del barrio.

Por último, he oído la pulsión incorregible de escribir La Punyalada. En Barcelona, ​​por supuesto.