El anunciado cierre del Milano, en algún momento entre octubre y noviembre de este año, supone una patada más que Barcelona le pega a su propia alma. Y este es uno de esos pateos que duele singularmente porque, a cambio de que un local con quince años de vibrante solera y un innegable valor cultural para la ciudad baje sus persianas, vamos a sumar nada menos que una nueva franquicia de restaurantes. Toma ya.
Una más, en la urbe que atesora flagrantes faltas de inteligencia como permutar la librería Canuda por un Mango, o la librería Catalonia por un McDonald’s. Que, digo yo, hace falta ser muy, muy lerdos.
¿Quién no ve la evidente pérdida que estos trueques suponen para todos? Vale, menos para los propietarios de los espacios, que se forran. Y, sobre todo, ¿qué gana la ciudad con una nueva franquicia de restaurantes? No hace falta tener la ciencia infusa para colegir que mucho menos de lo que pierde con el cierre del Milano.
La urbe atesora flagrantes faltas de inteligencia como permutar la librería Canuda por un Mango. ¿Quién no ve la evidente pérdida que estos trueques suponen para todos?
Un club que, de entrada, no ha dejado de cobijar artistas locales de una Barcelona sobrada de talento para el jazz, el blues y sonidos aledaños, con respetadas escuelas y diversas generaciones de grandes músicos y compositores, pero aquejada por una alarmante escasez de espacios para absorber los directos de toda esta legión sonora. ¿Dónde van a ir a exhibirse todos ellos, en esta urbe donde encontrar un espacio en que se pueda tocar una batería más allá de las diez de la noche es casi ciencia ficción?
Las dos salas del Jamboree, con su atractiva y ecléctica programación internacional, y otros reductos de admirable calidad y criterio, como el Jazzman o el Robadors 23, no van a ser suficientes. Entretanto, ya digo, perdemos un sitio clave para descubrir y disfrutar de un trozo significativo de la inteligencia musical autóctona.
Y precisamente ese es el principal atractivo de un establecimiento que, gracias a una muy atinada programación, permite que lugareños y foráneos descubramos a (o nos reencontremos con) excelentes músicos. Donde, cosa rarísima aquí, público local y turistas coexisten —nunca mejor dicho— en armonía. Su cierre nos aboca a la enésima perdida de atractivo cultural. Luego, nos seguimos quejando de la ínfima calidad del turismo que nos visita.
El secreto del éxito del Milano radica en la combinación entre sus directos y el carácter magnético, elegante e intransferible del local, parte del cual se debe a un servicio que, contrariamente a lo que tan a menudo se ve y soporta por estas latitudes, trabaja con una profesionalidad digna de encomio. Y es que Hugo, el director, es un personaje querido por un nutrido número de barceloneses que confiamos ciegamente en su buen hacer y el de su equipo. Y sospecho que lo mismo pasa con unos cuantos turistas encantados de que, para variar, se les atienda como está mandado.
Es costumbre muy barcelonesa la de añorar la urbe de antes —a menudo, de forma acrítica— y abominar de los cambios que desdibujan aquellos rincones con los que manteníamos vínculos emocionales. Barcelona era una festa. Esto ya no es lo que era. Antes, este barrio era campo. Etcétera. Pero este no es el caso. Esto no va de nostalgias efectistas ni de lo mal que unos lleven hacerse viejos y que las cosas cambien.
Lo que lleva unos años ocurriéndole a Barcelona es un proceso de despersonalización a marchas forzadas. Si antes unos locales cambiaban por otros, intercambiándose personalidades, formas de hacer, léxicos intransferibles; lo de ahora es la pérdida de lo propio, lo único, por el estándar repetitivo y nauseabundo del local fotocopiado, desprovisto de paisanaje, donde el cariño y la singularidad ni están ni se les espera. Todo ello, por otro lado, no sería posible sin la inacción de nuestros próceres municipales.
En fin, que hay activada una campaña en Change.org para salvar el Milano a la que me permito sugerirles que se sumen, si no queremos que a esta ciudad —que cada día que pasa parece que esté dando menos por más— le cercenen otro trozo de su esencia. Un local que realmente necesitamos para que esto sea un poco menos parque temático y un poco más un lugar para vivir. Que no nos quiten el Milano. Y menos, para poner en su lugar el enésimo parche de impostura culinaria.