Hay muchas personas, entre las que me cuento, que no han tirado nunca ningún libro, por malo que fuera. Por tanto, no han tenido que enfrentarse nunca a esta pregunta: ¿A qué contenedor hay que tirar los libros? En caso de que un día me decida a tirar uno, varios o toda mi biblioteca —aunque lo más probable es que no lo haga nunca porque no me quiero desprender de ellos y, en caso de tener que hacerlo, hay librerías maravillosas como las Re-Read donde puedes comprar y vender libros de segunda mano en perfecto estado—, parece elemental que habría que depositarlos dentro del contenedor azul. O sea, el del papel y cartón.
Sin embargo, si además del contenido tenemos en cuenta el continente, la cuestión se complica un poco. Hay libros que se merecerían ir a parar al contenedor gris, porque no tienen ningún valor y no se puede aprovechar nada de ellos. Otros, son tan tóxicos que directamente deberíamos poder depositarlos en contenedores especiales, como se hace con las pilas o los residuos radiactivos. Pero, claro, se empieza diciendo que algunos libros son peligrosos y ya sabemos cómo se termina: libros censurados, prohibidos o quemados, escritores perseguidos… Mejor no fantasear con ello, no sea que queriendo deshacernos de los libros que nos envenenan el alma acabemos, sin darnos cuenta de ello, como en Fahrenheit 451 o la Alemania de los años treinta.
De hecho, yo de lo que quiero hablar, esta semana, es del acto en sí de tirar libros porque en Barcelona, actualmente, es frecuente encontrar pilas de abandonados junto a los contenedores. He llegado a ver enciclopedias enteras. Si me doy cuenta, es porque quien los ha tirado no lo ha hecho dentro del contenedor correspondiente, sino que los ha dejado a la vista de todos, seguramente para darles una última oportunidad de salvarse de ser convertidos en pasta de papel.
Se empieza diciendo que algunos libros son peligrosos y ya sabemos cómo se termina: libros censurados, prohibidos o quemados, escritores perseguidos…
Hace unos días, rescaté uno de estos libros abandonados. Subía por Roger de Llúria y en la esquina con Provença vi una caja llena de libros abandonados junto a un contenedor. Había algunas obras de Espriu en muy buen estado, pero no me tentaron. Tampoco un Baltasar Porcel porque de él, hace años uno de mis escritores favoritos, lo he leído casi todo. En cambio, me llamó la atención en el acto un ejemplar de Bearn de Llorenç Villalonga en catalán que tengo pendiente de leer y sin pensarlo dos veces me lo llevé.
Si me doy cuenta, es porque quien los ha tirado no lo ha hecho dentro del contenedor correspondiente, sino que los ha dejado a la vista de todos, seguramente para darles una última oportunidad de salvarse de ser convertidos en pasta de papel
Compartí mi hallazgo en Twitter —con la foto que acompaña este artículo incluida— y recibí bastantes likes, imagino que por parte de personas que celebraban que hubiera rescatado aquel libro de su inexorable fin, así como algunos comentarios de tuiteros literatos.
Enric Gomà me preguntó de qué edición se trataba, porque se ve que Villalonga fue puliendo su Bearn a medida que se iba reeditando. Es una segunda edición, de 1964.
El mallorquín Sebastià Portell me dijo que me lo pasaría pipa leyendo este clásico y aún me vinieron más ganas de ponerme a ello.
En cambio, el tuit de una tal Marta Cava que no conozco me puso el miedo a cuerpo: “No lo puedo determinarlo bien, pero veo que algunos libros tienen humedad/hongos y en este último caso, si no se trata, puede perjudicar a otros libros”. Como vi que la tal Marta es bibliotecaria, pensé que sabía de lo que hablaba, por lo tanto, tomando de ejemplo el Procicat, he puesto mi Bearn en cuarentena. Permanecerá en el despacho hasta que no esté convencido de que no traerá una pandemia de hongos a mi biblioteca.