Ventura Pons
Ventura Pons recibió el Gaudí d'Honor - Miquel Porter en 2015. ©Acadèmia del Cinema Català

La Barcelona de Ventura Pons

Verano, camisetas de manga corta, Barrio Gótico, el sonido de una guitarra, un Citroën dos caballos azul, paredes rasgadas y puertas del piso gastadas, un póster republicano de Miró en la pared, una botella de Larios. Fuimos a buscar a Woody Allen para que nos hiciera un retrato, mientras que Ventura Pons, otro que iba a película por año, llevaba años impregnando sus fotogramas de la desinhibida, decadente, alegre y pegadiza esencia barcelonesa.

La visión que de nosotros tuvo Allen era elitista, de escaparate y de souvenir, ibérica, impregnada de sangría, expatriadora y para expats, refinada, maquilladísima. Ventura Pons, en cambio, nos confesaba una identidad diferente, alternativa, “canalla”, punk, rumbera, traumática y mediterránea. La Barcelona de Pons es catalana, con todos sus infinitos defectos y contradicciones, mientras que la Barcelona de Allen simplemente no existe por mucho que la llenara de figurantes autóctonos.

Hay una Barcelona que existe, que ha latido siempre como un magma subterráneo, como un lenguaje, un código, una humildad orgullosa, y existe una Barcelona de Instagram que se ha limitado a chupar la belleza estética de esta genuina locura. Cuando Ventura Pons se estrena filmando a Ocaña, lo que expone no es la estética ni el vestuario, sino una identidad. Una actitud. La vanguardia interior, la transgresión íntima, el maquillaje del alma, el vértigo y el riesgo infinito que supone vivir en Barcelona y que cualquier cosa pueda ocurrir. Ocurrirte. Adentro.

Seguramente todo esto ya no ocurre, y seguramente esto es lo que me ocurre. Seguramente tiene que ver con mi edad, con la añoranza de una Barcelona que no es que fuera preolímpica, sino que era aolímpica, extraolímpica, paraolímpica. Pons filmaba como un vecino, un vecino genial, pero un vecino más que en todo caso frecuentaba rincones bohemios y clandestinos o que simplemente sentía una inmensa curiosidad por los rincones de su universo local. Pocos filtros, tanto en los diálogos como en las acciones, así como en el desparpajo de los actores y la crudeza de los espacios.

Teatral, tangible, sin artificio. En Què t’hi jugues, Mari Pili?, las chicas no son impecables guiris voluntariamente seducidas por un anónimo artista/torero, sino una vendedora de joyas, una cajera de hamburguesería y una estudiante a las que casi todo les sale mal y que deciden tener una aventura con el primer hombre que les pregunte su nombre. Quiero decir que no necesitan una conversación elevada ante un cuadro del MNAC. A destacar la demasiado olvidada Barcelona: un mapa, el Eixample abierto en canal, no en términos de arquitectura o urbanismo sino de costumbres, de secretos vecinales, de aquellos perfiles característicos de nuestros rellanos de las escaleras.

En el tema de vidas y personajes, Pons era atrevido y retorcido: todo valía, aunque provocara el escándalo. La Barcelona de Pons no necesita a Gaudí ni Domènech i Montaner, pero tampoco el tranvía de la Diagonal ni la Superilla: necesita el piso de la tía borracha, las bodegas y antros del Raval, las colillas en la playa de Sant Sebastià, las sábanas tendidas en las azoteas, las aspas del Molino y una parada de la Boqueria. Y el convergente del cuarto primera que sale del armario, el pepero del tercero segunda que querría salir del armario en otro sentido, el portero de la escalera que siempre ha sido socialista, pero creía que eso tenía que ver con el socialismo, el activista okupa que recibe una herencia millonaria del abuelo. Aquí nos conocemos todos, esto es un pueblo. No acabamos de entendernos nunca porque nos entendemos perfectamente.

La Barcelona de Ventura es nudista, va desnuda por la calle, como sus personajes alérgicos a la mediocridad que les amenaza. Una identidad ambigua, compleja, travestida, mar y montaña, Besòs y Llobregat, reprimida y autorreprimida, un seductor circo de los horrores que tanto puede hacer reír como sumergir en la depresión más profunda.

La catalanidad hecha cine, la barcelonidad hecha aire de primavera, no hay ni una sola mirada hacia esta ciudad que pueda atreverse a ser gris o plana. Las luces de neón se deslizan sobre el culo de un amante en un callejón, la discusión doméstica de la escena anterior todavía resuena y sube abriéndose a la luz del patio de luces, el pavimento hidráulico del pasillo presenta fotos de la mili, pero también pósters de la alineación del Barça y el amarillo y el negro de los taxis se dan bofetadas mientras rondan, parsimoniosamente, a la caza del cliente que apagará la luz verde como cuando se enciende la luz roja de una cabina de peep show.

No, no creo que sea la edad, o la nostalgia: es ver que no hemos sabido mantener suficiente esa esencia frente al tsunami de la globalización, y que incluso a nosotros se nos ha hecho pequeña. Nuestra grandeza, sí, se nos ha hecho pequeña. Pueden venir todos los turistas del mundo a visitarnos, o hacer películas ambientadas en la ciudad, pero a nosotros ya no nos verán. A nosotros ya no nos ven. No es una época, y no es Ventura Pons, lo que ha desaparecido.