Camareros y jefes de sala

Hace unos años, unos cuantos, cuando era diputado en el Parlament de Catalunya, fui a comer al restaurante del Parlament. En aquella época el restaurante estaba en la primera planta, donde ahora trabajan los periodistas que hacen las crónicas parlamentarias. Al entrar en el restaurante, pasaban ya las dos del mediodía, constaté que era el único cliente. Nada extraño. Era viernes. Los viernes, supongo que ahora ocurre lo mismo, eran flojos. No solía haber sesiones plenarias, ni comisiones, ni reuniones de grupo parlamentario. Es decir, que por los pasillos y dependencias del Parlament circulaba poca gente, porque la mayoría de diputados y diputadas aprovechaban aquel día para visitar el territorio o, como se llama vulgarmente, lo dedicaban a asuntos propios. Me senté en una mesa de forma decidida y me di cuenta que las mesas no estaban puestas. Solo habían extendido el mantel. Después de unos diez minutos se acercó una camarera arrastrando los pies y mirándome con cara de cansancio. El diálogo que tuvimos fue de más o menos el siguiente:

–¿Qué quiere? –Debo confesar que la pregunta me dejó mudo durante unos segundos.
–Comer.  –Respondí balbuceando.

–¿Y qué quiere? –Su tono era una reivindicación rotunda de la desidia.
–¿Qué tienen?
–Lo miro. –Dijo dando media vuelta y desapareciendo por la puerta de acceso a la cocina.

Al cabo de unos minutos volvió. Con la mirada perdida.

–Hay lentejas estofadas o ensalada de queso de cabra.
–¿Y de segundo? –Pregunté realizando un esfuerzo de contención ante tanta indolencia.
–San Jacobo y merluza a la plancha.
–Lentejas y merluza. Y agua con gas. –Añadí la bebida al pedido pensando que así ahorraríamos tiempo y, de paso, apaciguaba mi malestar creciente.

Cuando volvió con el plato de lentejas en la mano fue cuando perdí definitivamente los nervios. Me lo dejó encima del mantel y cuando hizo el gesto de irse exploté.
–¿Y los cubiertos?
–Ah sí. –Respondió de mala gana.

Y ya no pude contenerme.
–Y además de los cubiertos, tráigame pan, un vaso y una servilleta… –Añadí, mordiéndome la lengua.
Recuerdo, además, que el agua me la trajo sin gas…

Mientras intentaba comerme el plato de lentejas, no recuerdo su calidad, me veía a mi mismo en el restaurante Els Caçadors de Ribes de Freser trabajando como camarero. Una situación como esa, ahí, era inimaginable, los responsables de sala y dueños del establecimiento no lo habrían permitido nunca. De hecho, nos enseñaban a servir y a hacer que el cliente sólo tuviera que centrarse en disfrutar de los maravillosos manjares que les poníamos en la mesa. Del resto, debían olvidarse. Y de ahí, la solera y reputación de un restaurante como Els Caçadors. Es por este tipo de deformación profesional que en todos los establecimientos me fijo siempre en los camareros.

Es evidente que una buena cocina puede naufragar si no dispone de un buen servicio. Un buen o una buena jefa de sala y camareros y camareras que hagan su trabajo con ganas. El oficio de camarero no tiene secretos. Hay, sin embargo, una cosa básica: se trata de fijarse en el comensal. Observarlo desde el momento que entra y ponerle cara. A partir de ese momento esa persona tiene una serie de necesidades mínimas que hay que satisfacer. Mesa a mesa hace falta mantener la tensión siempre sobre lo que necesiten. Cuando pienso en la figura de un jefe de sala siempre, ineludiblemente, me viene a la mente Alfred Romagosa, del restaurante del gran Fermí Puig. Es como un superhéroe de Marvel que logra la omnipresencia sin casi ser visto. Alfred contagia su sabiduría al resto de profesionales de la sala y eso se nota. Un buen camarero logra que te sientas atendido sin notarlo. De hecho, cuando el servicio es bueno, raramente tienes nada que solicitar. Eres el centro del mundo, pero, parafraseando al maldito Conde Duque de Olivares, “sin que se note el cuidado”.

En Barcelona hay excelentes profesionales y se me hace difícil no pensar en el servicio del Via Veneto, donde Josep Monje ha creado una auténtica escuela. Camareros curtidos con experiencia y conocimiento. Alguien dirá que es lógico que un restaurante como el Via Venento tenga un personal excelente. Pero no siempre es así. Un o una gran chef no necesariamente va acompañado de un buen servicio.

Un o una gran chef no necesariamente va acompañado de un buen servicio

El 9 de Granados, que es un restaurante esencialmente de menús y tiene una relación calidad precio inmejorable, ahora cerrado provisionalmente por la Covid y roguemos por su rápida apertura, tiene unos profesionales de primera. En la categoría media alta encontraríamos también servicios buenos como los de L’Olivé. Un buen servicio discreto y eficiente que no es empalagoso. O el servicio del Alkímia, que a pesar de la indumentaria de su personal digna de Star Trek y en consonancia con las decoraciones y ornamentaciones que pretenden emular un laboratorio de alquimia, tiene un personal atento e ilustrado, cuidadoso con su trabajo.

La sala del restaurante Via Veneto.

Durante los años del boom inmobiliario las personas que se dedicaban a los diferentes oficios de la restauración eran una rareza. Era más fácil ir a trabajar de paleta, escayolista, encofrador o de instalador. Cuando estalló la burbuja muchos desertores del andamio aterrizaron en las salas de los restaurantes. Durante varios años, muchos de ellos sin ninguna gana, es decir, sin vocación, servían las mesas a golpe de martillo. El aumento del turismo y la apertura de muchos establecimientos requería de mano de obra y esta procedía de los excedente que el crac inmobiliario provocó y de las sucesivas oleadas migratorias. El nivel era bajo y, en general, la atención pésima. Es cierto que unos sueldos bajos y unas jornadas interminables, especialmente en temporada alta, no acompañaban. Es un pez que se muerde la cola, ya que muchos negocios del ramo, ante la imposibilidad de encontrar buenos profesionales, han optado por pagar unos sueldos misérrimos, que acaban provocando un mal servicio y una rotación laboral tremenda.

 

 

¿Qué porcentaje hace falta atribuir a un buen servicio para que el restaurante sea memorable y tengamos ganas de repetir? ¿Un cuarenta, un treinta, un veinte por ciento? Difícil de decir. Pero es evidente que es una condición indispensable para que un restaurante alcance el éxito. Siempre recordaremos un plato, un sabor, una textura, un aroma… pero también recordaremos el trato, la atención, sentirnos el centro del mundo. Las personas que están en la sala, las que nos sirven los platos y facilitan que nos podamos centrar en catar los manjares, son una parte esencial del negocio y, con demasiada frecuencia, son las grandes olvidadas. Reivindiquémoslas.