Catalunya es un país extraño en el que casi todo el mundo ha parido un libro y donde hay una cantidad mucho mayor de escritores que de lectores. La paradoja esencial de esta diada supuestamente literaria radica en el contraste entre la torrentada de textos que brotan de los mass media (a la plaga insufrible de los cocineros, humoristas y políticos de la tribu, este año se han sumado los presentadores del telediario, un maremágnum urdido por negros contra el que los sufridos escritores luchan por sobrevivir con un nivel literario mucho mayor del que nosotros mismos les atribuimos) y el hecho de que lo de leer textos de calidad en catalán ya sea una rareza.
No me sumaré a la tesis lloricona de muchos culturetas según la cual Toni Cruanyes es culpable de que los catalanitos no leamos a Proust (por cierto, zamparos El temps retrobat, la decimotercera entrega de la recherche que el gran Josep Maria Pinto está a punto de cerrar para Viena); el libro también es un objeto comercial y resulta del todo lógico que los medios de comunicación y los influencers metan ahí la nariz para ganarse un pequeño sobresueldo y que, a su vez, incluso los escritores más relamidos acaben perdiendo la sesera para salir en la prensa. El elitismo, en Catalunya, es patria de los rentistas.
De todo esto ya se ha hablado lo suficiente y no hace falta insistir. De todo ello, lo que todavía me sorprende es el valor de culto y de legitimidad intelectual que mantiene este objeto llamado libro. Siempre que se acerca Sant Jordi, muchos de mis colegas me recuerdan que, después de veinte años haciendo artículos, resulta incomprensible que todavía no haya escrito ningún libro. Lo de las gacetillas está bien (afirman con una pose de asco, como si la literatura periodística fuera algo parecido a expulsar una pedorreta), pero alguien como tú tiene (sic) que hacer un libro. Sin un ensayo o una novela, afirman acariciándome el hombro, nadie te verá como un filósofo, Berni, y siempre serás el enfant terrible del país. Así piensan también mi editor, que hace lustros tuvo la temeridad de encargarme un libro sobre mi antiguo barrio, y mi cuñado putativo, quien me ha propuesto un texto que, si me esfuerzo un poco, tendrá un nivel suficientemente decente (si me está leyendo, que no sufra por ello; escribirlo no me hace mucha ilusión, pero lo acabaré porque se lo he prometido a mi hermana). Toda esta turra, en definitiva, sirve para recalcar el estrés que nuestra tribu tiene para publicar libros, una pulsión cocainómana que se reduce a la milésima cuando llega la hora de leerlos.
Siempre que se acerca Sant Jordi, muchos de mis colegas me recuerdan que, después de veinte años haciendo artículos, resulta incomprensible que todavía no haya escrito ningún libro
De la misma forma que siempre he creído que la lectura es un hecho anómalo por naturaleza y que el hecho de obligar a nuestros pobres estudiantes a leer (textos que, con demasiada frecuencia y por edad o contextualización histórica, sabemos a ciencia cierta que no podrán comprender) es una barbaridad, el hecho de cerrar un texto y divulgarlo me resulta igual de pornográfico. A todo esto, que son excusas muy baratas, se le suma una mezcla de pereza y cobardía. Sin menospreciar el articulismo, debo convenir con mis amigos que éste es un oficio de sprinters, mucho más muscular que cerebral, y que el tópico según el cual no hay mejor forma de matar a un novelista/ensayista que encargarle un artículo diario tiene parte de verdadero.
A su vez, si alguien quiere escribir artículos en este país monstruoso con un mínimo de independencia de criterio, debe reservar grandes energías a romper el hielo de la censura, la corrección política y el cretinismo, con lo cual es difícil que te quede algo de espacio mental como para novelar tu relación edípica con tu madre o hacer autoficción barata de la primera paja que te obsequiaste. Suerte que algún pacientísimo amigo me ha regalado la opción de editarme una recopilación de artículos, para no morir como un vividor ágrafo.
Sea por lo que sea, éste puede ser mi último Sant Jordi como un escritor sin libros. Esto me hará disfrutarlo especialmente. A partir del próximo año, ya ves tú, formaré parte de la rueda maléfica de profesionales y de gente legitimada por un simple lomo. Qué horror.