El restaurante Bacaro, en el Raval.

Felicidad y angustia

El restaurante Bacaro no sólo es probablemente el mejor italiano de Barcelona, sino una de las experiencias culinarias más difíciles de superar de la ciudad

Italia es mi país, mi maestra y guía. Maquiavelo me demostró que no existe libertad sin poder, y Pavese que la felicidad se encuentra en la angustia de esperar que los escasísimos instantes perfectos de la vida se repitan también mañana, y pasado mañana y otro día más. Bacaro es un restaurante italiano que me hace feliz, infantilmente jovial, y es tanta la gracia de cenar en este local tan confortable creado por Alfredo Rodolfi, Maurizio de Vei, Pablo Rodríguez y el chef Marco Lecis que sus noches ideales son de las pocas cosas que excitan los residuos de culpabilidad cristiana que guardo en el cajón. Al placer le gusta esconderse, y así hace Bacaro en un rincón de la ciudad, la calle Jerusalem, donde la Boqueria pierde su noble nombre, entre Hospital y Carme. Desembarcad en el Raval, que no muerde, ojead la carta (sólo para admirar los bellísimos peces que dibuja el artista Dino Corradini) y que el Alfry y el Mauri elijan el surtido.

La civilización digestiva y moral consiste en cenar únicamente primeros platos. Disponemos inicialmente de una tostada de baccalà mantecato que nos suaviza lengua y paladar como la carne de un recién nacido. Así estamos listos para recibir la hostia santa de la trufa que domina los passatelli con crema de alcachofa y setas: es un plato de una belleza pornográfica, de un gusto que creeríamos imposible de superar, si no fuera por la aparición del nuevo invento de Marco: los taglionino carbonara del mar. Los hierve con caldo de pescado de roca y vis de gambas, añade caviar de lumpo, dos mejillones (innecesarios, para mi gusto) y una puntita de mantequilla, todo ello coronado con un corte finísimo de salmón marinado bajo sal ahumada y azúcar. Los adjetivos son imperfectos, cualquier frase se queda corta ante uno de los mejores platos de pasta de Europa. Si lo pedís, querréis repetir, y así al día siguiente, y también pasado mañana.

Si te parece que Bacaro es un lujo, piensa que los carbonara del mar valen dieciséis euros, una cantidad terriblemente inferior a lo que nos han costado Quim Torra, Ada Colau o los insufribles piromusicales de la Mercè. Entiendo que experimentes la angustia que uno vive tras haber probado un placer inalcanzable que sólo puede atenuar la tranquilidad del risotto de setas con emulsión de romero con el que acabamos la fiesta. En casa, el apartado del dulce siempre nos ha parecido una frivolidad, de gente que se atiborra los domingos, pero hay que reconocer que el cheesecake de parmesano untado con crema de higo atenta contra cualquier propósito de contención.

Los adjetivos son imperfectos, cualquier frase se queda corta ante uno de los mejores platos de pasta de Europa

La decoración tabernaria-casual del local, un servicio ligeramente imperfecto en la disposición del plato (y la tendencia natural italiana del personal a vociferar operísticamente) puede llevaros a temer una velada incómoda; ni de coña, porque Alfry y Mauri te hacen sentir tan arropado que sólo puedes rendirte al imperio de su dulcísima ley.

La sala del restaurante luce una decoración tabernaria.

A pesar de que los italianos son la comunidad de extranjeros más grande de Barcelona y que la mayoría de los padres de la patria (Sagarra y Pla, reverencia) eran italianófilos confesados y orgullosos, la proporción de restaurantes que hacen justicia a nuestra hermandad es ridícula. Hemos disfrutado en Xemei, Paisano Bistró y la Sartoria Panatieri, faltaría más, y también lloramos con dolor el cierre de la Meneghina en la calle Tiradors; pero ninguno de ellos se acerca, hoy por hoy, a la sublimidad de Bacaro, este foco de luz donde una velada es tan perfecta que te hace sentir cierta culpa de estar vivo.

Cuando salimos del local, la presencia de un par de patrullas de los Mossos me hace pensar que Dios nos quiere arrestar por habernos pasado de gula. Falsa alarma; es simplemente un cierre rutinario de un pequeño comercio de droga que al día siguiente, tras llenar otro expediente, continuará funcionando con la misma y exacta diligencia.

Volvemos a casa y la somnolencia nos obliga a andar abrazados como si estuviéramos ya a la cama. Una vez acostados, Alba me besa la espalda como un pez y soy tan feliz que se apoderan de mi espíritu unas ganas súbitas de morirme todavía con los taglionino en el estómago, y así, visto que probablemente no voy a ganar el Nobel de literatura, al menos que el tanatopractor que perpetre la autopsia pueda contemplar aunque sea algún pequeño fragmento del caviar o el recuerdo persistente de la fragancia mantequillada del plato que me ha llenado de una felicidad excesiva.

A pesar de que los italianos son la comunidad de extranjeros más grande de Barcelona, la proporción de restaurantes que hacen justicia a nuestra hermandad es ridícula

La angustia me hace llorar, pero cierro los ojos y rezo para que el calor del cuerpo que amo me cure mis taras. Al día siguiente, cuando nos levantamos, Alba nota enseguida que me palpo la cabeza y me pregunta qué pasa, por mucho que ya conozca todas las respuestas. Le digo que a menudo todavía me falta ánimo para vivir pero que ayer fue una noche preciosa y, mientras me abraza, somos un solo cuerpo de felicidad y angustia.

Pronto volveremos a Bacaro para curarnos y volver a llorar.