El manual del articulista cursi dice que hoy, por muchos juguetes que te hayan regalado los Reyes Magos (ahora deberíamos referirnos a ellos como “monarcas no refrendados democráticamente, orientalmente racializados”), el auténtico deseo del día debería centrarse en ideales como el cese de la guerra en Gaza o Ucrania, una sociedad mucho más igualitaria, o la aniquilación definitiva de los virus gripales que nos disparan la temperatura corporal hasta el Valhala. En tanto que último representante de la religión barcelonesa, he pedido a los reyes unos objetivos en teoría mucho más asequibles. No he hecho como los chavales de hoy, que ya ni se molestan en recordar a Sus Majestades su buena conducta, limitándose a escribir un pedido de gadgets (les debe molestar tener que escribirlo en un papel, ellos que han nacido en era digital). Simplemente, he pretendido rehuir por un día el libre comercio y centrarme en asuntos radicalmente locales.
En efecto, he superado la tentación de convertirse en un plumero cursi, deviniendo más bien en un ser espantosamente nostálgico de una ciudad que seguramente nunca existió. Por ello, en primer término, he pedido a los Reyes dos cosas muy sencillas para Barcelona. La primera es el silencio; no tengo puñetera idea de qué lugar ocupamos entre las ciudades más ruidosas del mundo, pero sí que noto los tímpanos cada día más tocados por lo que ahora llamamos contaminación acústica (y que en tiempos menos quisquillosos se denominaba “ruido”). Me encantaría, aunque sólo fuera por unos instantes del 2024, vivir en una ciudad de silencio nórdico en la que el común —ya se trate de los peatones vociferándole al teléfono móvil como si el resto de habitantes nos importara el contenido de su llamada, la mayoría de turistas del planeta e incluso los basureros del turno de noche— tuvieran la delicadez de hacer el puto favor de bajar los decibelios vocales.
Sé que el primer deseo es ya algo de ciencia ficción, pero a la vana pretensión del silencio sumo el deseo de poder volver a andar por mi ciudad sin tener la sensación de poder ser atropellado en cualquier instante por una multiplicidad de vehículos: primero fueron las bicicletas, después se le sumaron los patinetes, y ahora los bípedos de la ciudad se desplazan sobre unos trastos de los que desconozco hasta el nombre. Esto nos pasa especialmente a los indígenas de Ciutat Vella, que mantenemos tercamente la manía de deambular tranquilamente por las calles sin que Mr. Glovo o una de sus trescientas variantes nos provoque un ataque al corazón gracias a un ciclista que circula rodeándonos a la velocidad de la luz. No pido que los barceloneses nos convirtamos en aquellos norcoreanos que aplauden al dictador en un terrible unísono rítmico; pero diría que esforzarse para que la conciudadanía vuelva a aprender a caminar sin golpearse no es un imposible.
Fijaros si mi carta es barcelonesa y, a su vez, brevemente modesta. No he incluido deseos inalcanzables como la finalización de las obras en Via Laietana, que se cumpla la limitación de grupos turísticos en el barrio del Call, o incluso que el Ayuntamiento acabe con la nefasta costumbre de permitir que unos adolescentes embutan al Avenida del Portal de l’Àngel, simplemente porque tienen ganas de ensayar un baile y colgarlo en TikTok. Tampoco he exigido a Sus Majestades que me regalen un grupo de concejales capaces de idear un modelo de ciudad que vaya más allá de un paraíso para expats, que tengan la decencia de paliar el éxodo de barceloneses que piran de su hogar porque ya no pueden sufragar el alquiler y llenar la nevera de merluza, e incluso que hagan lo posible para que el catalán no sea muy pronto un souvenir más depositado en tiendas para turistas.
Todo esto ya lo dejado en el cajón de lo que no me atrevo a pedir: me contentaría, simplemente, con algo menos de ruido y un andar más pausado. Yo creo en los Reyes (ellos son verdad; la mentira más flagrante son los padres), y hoy irrumpiré de nuevo a la calle con la ilusión de pensar que alguien depositará algo de silencio y un paseo sin sustos en la base del pequeño árbol de Navidad que compramos en Santa Llúcia. Empezaré comprobando mi éxito con un pequeño trayecto, de radical humildad, para comprar el tortellet en Can Brunells: de nuevo, como cada año de una forma matemáticamente persistente, me acabaré atragantando con el haba.