Por poco que se haya recuperado la vida social, especialmente la nocturna, muchos barceloneses habrán experimentado de nuevo contacto con un animal (tan necesario como incómodo) que la pandemia había puesto casi en peligro de extinción: hablo del turista. Paradojas de la vida, los visitantes han vuelto a colonizar Barcelona con una avidez mucho más salivosa que la de los propios indígenas: el mundo post-Covid será un universo de ciudadanos perezosos a los que salir a cenar entre semana o dirigirse a una sala de cine les parecerá una heroicidad que San Glovo y San Netflix resuelven a golpe de clic. El LABturismo del año pasado ya indicaba que Barcelona recibió 2,4 millones de turistas, un 70% más que en 2020 (y un 49,5% menos que en 2019); por tanto, cuando el mundo se despierte de nuevo, es probable que Barcelona vuelva a los tiempos en los que 18,5 millones de extranjeros dormían, paseaban y, por fortuna, gastaban en la ciudad.
Aparte de no habernos convertido en mejores personas, como pronosticaban los cándidos, la pandemia tampoco nos ha hecho más inteligentes, y el desembarco de los visitantes en Barcelona volverá a enfrentar a turistas y puristas en un debate en el que los grises y la complejidad cotizarán a la baja. Para poner algo de sesera y menos cuñadismo en el asunto, valdría la pena pensar que durante nuestra vida todos hemos encarnado con entusiasmo alguno de los ejes de esa ecuación de opuestos; todos, en definitiva, hemos ejercido de turistas banales e incívicos, haciendo el capullo en Times Square y meando en una esquina de Harlem (lo digo por experiencia; he visto a muchos vecinos del Eixample que lo hacían cuando vivía allí) y también hemos encarnado la (fácil) opinión contra el turista depredador mientras llorábamos la pérdida de esencia de Barcelona por obra y gracia de unos visitantes a los que imputamos presunción de culpabilidad incívica.
Servidora tiene la suerte de vivir en una calle turística, a la sombra de la mirada de Santa Eulalia y en un barrio tan carne de Instagram como El Call. Nada me sería más fácil que hacerme putiniano y apostar por un decreto que limitara la entrada de turistas en mi pequeño rincón del mundo para evitar su depredación y, de paso, regalarme el privilegio de cascarme un puro ante San Felipe Neri con la única compañía del resonar de mis pasos. Todo esto implicaría una ciudad ideal, pero también soy consciente de que, a pesar de ser un proteccionista de Ciutat Vella y consumir sólo en los establecimientos del barrio (especialmente en aquellos que los cursis llaman “comercios emblemáticos”), con mi croissant matinal o mi Ginger Beer (sin alcohol) los propietarios de La Colmena o del bar Ascensor no tendrían ni para pagar la luz. Como en cualquier centro histórico del mundo, la mirada debe incluir la sombra incómoda del turista.
En términos absolutos, y la cosa está bien estudiada, Barcelona no tiene un problema de exceso de visitantes, sino de densidad del turismo; a saber, y en cristiano, el número de gente que nos visita es homologable al de las ciudades del mundo que generan interés, y que dure, pero nuestros guiris colapsan los mismos lugares generando la sensación de que existen zonas de la ciudad que se han expropiado a los barceloneses. Contra lo que opina mi querida conciudadanía, diría que esto también es responsabilidad nuestra; los barceloneses somos, en general, tremendamente vagos a la hora de explorar los propios barrios y, por decirlo en cursi, descentralizar las zonas más masificadas de la urbe. Sin rodeos; intentad convocar a vuestros amigos para cenar en Horta o invitadles a disfrutar de la espléndida programación cultural del Ateneu Popular de Nou Barris. La mueca será inmediata y el comentario inevitable: “¡joder, qué lejos!”.
Mientras en Londres, Nueva York o Hong Kong a los barceloneses no nos asusta realizar auténticas maratones de transporte público para visitar una galería o un pub, en Barcelona un trayecto metropolitano de veinte minutos de metro hasta la Plaza de Eivissa nos resulta prácticamente una hazaña. Por mucho que hayamos criticado a los turistas, los barceloneses hemos sido los primeros en convertirnos en visitantes más que previsibles de nuestra propia ciudad. Si nosotros no ponemos en valor El Carmel y nos da pereza subir a la Fundació Miró porque hay que coger el bus… ¿cómo pretendemos que los visitantes desvelados del mundo se interesen por unos parajes urbanos prácticamente desiertos o injustamente concebidos como a marginales? Si nosotros no nos exiliamos de Ciutat Vella o del Eixample, ¿cómo esperamos que los turistas se interesen por todo lo que se esconde en el centro histórico de Sant Andreu o en las terrazas de la Plaza d’Osca?
Si nosotros no nos exiliamos de Ciutat Vella o del Eixample, ¿cómo esperamos que los turistas se interesen por todo lo que se esconde en el centro histórico de Sant Andreu o en las terrazas de la Plaza d’Osca?
Celebro que el Ayuntamiento haya decidido ampliar los horarios comerciales de muchos barrios para que los turistas (¡y los barceloneses!) podamos pasear y consumir muchos domingos del año y los barrios de Barcelona parezcan así menos desangelados. Es fantástico que nuestros visitantes deambulen por Les Corts y se acerquen a la Plaza de la Concordia para tomar un café en la magnífica terraza de Can Deu. Pero quizá, si me permitís la sugerencia, deberíamos intentar primero que la descubran los indígenas que viven a pocas paradas de metro de distancia. Ya sé que mi ruego rompe la eterna discusión entre turistas y puristas, e incluso apuesta por algo tan temerario como mezclarlos. Corren malos tiempos para los debates grisáceos y tiene pinta de que el futuro será algo alérgico a la complejidad argumentativa; pero si hay algún reducto donde puede sobrevivir un debate que supere la mera tertulia, éste es el de las ciudades. Suspiro.