Barcelona, ni tanto ni tan poco

He tenido que marcharme unas semanas de Barcelona por razones laborales. Por lo tanto, hace varios días que no piso la ciudad. Reconozco que he aprovechado este paréntesis para desconectar un poco de la actualidad barcelonesa. Quizá, por todo ello, cuando este domingo leía la prensa mientras desayunaba tranquilamente en el Empordà, me ha sorprendido encontrar una gran cantidad de informaciones negativas y artículos de opinión muy críticos con la situación actual de la ciudad: que si Barcelona pierde fuelle ante Madrid, que si las calles están llenas de suciedad, que si cada día hay más inseguridad…

Después, a pesar de arriesgarme a tener una mala digestión, he entrado en Twitter. He buscado Barcelona y los tuits populares que me han aparecido por obra y gracia del algoritmo decían más o menos lo mismo que los periódicos, pero, por supuesto, con más mala leche: vecinos de Enric Granados hartos del alboroto que arman los bares que llenan esta calle antes tranquila; ciudadanos que no entienden que las autoridades sean incapaces de erradicar los botellones que cada noche reúnen miles de jóvenes con ganas de juerga o de follón y una chica que denuncia que le han entrado a robar no sé cuantas veces y ya ni llama a la policía porque dice que no hacen nada…

Todo ello mientras Barcelona registra un descenso histórico de población debido a la pandemia —el año pasado murieron en la capital catalana casi 19.000 personas, cifra sólo superada durante la Guerra Civil y la gripe española—. ¡Ah! Y, para colmo, me entero de que ni siquiera podemos alegrarnos del todo que, esta temporada, los teatros barceloneses acojan grandes musicales como Cantando bajo la lluvia, Billy Elliot o Fama porque, por muy buenos que sean, son todos en castellano.

Realmente, si tuviera que sacar conclusiones de cómo está Barcelona fiándome de lo que he leído en la prensa y, sobre todo, de lo que he visto en Twitter pensaría que la ciudad se ha convertido, de la noche a la mañana, en una mezcla de la violenta Caracas y la decadente Detroit o, directamente, en el escenario de The Walking Dead.

Cierro Twitter y abro Instagram. Repito la misma operación. Escribo Barcelona en el buscador y repaso las publicaciones más destacadas que han hecho ciudadanos anónimos. No parece la misma ciudad: barceloneses y personas de todo el mundo paseando sonrientes por las calles de una Barcelona espléndida; fotografiándose extasiadas ante la Sagrada Família; disfrutando de un atardecer en la playa de la Barceloneta bajo un maravilloso crepúsculo de tonos anaranjados y violetas; admirando la perfección del Eixample, desde el parque del Guinardó; refugiándose del ruido de la ciudad en la Plaza de Sant Felip Neri; besándose ante el fotomosaico de Joan Fontcuberta… Aquí, Barcelona es una ciudad bonita, alegre y optimista. La ciudad donde nos gusta vivir y que entendemos que maraville a los de fuera.

De acuerdo. Ya sé lo que estáis pensando. Instagram no es el mundo real. El uso o abuso de filtros, un buen encuadre que deje fuera de la fotografía la fealdad y, sobre todo, la necesidad de aparecer siempre feliz en las publicaciones distorsiona enormemente la realidad. Seguramente, la Barcelona real no es tan maravillosa como aparece en Instagram, pero estoy convencido de que tampoco es tan desastrosa como la pintan en Twitter. Ni tanto ni tan poco.