Una de las escenas de la película Pacifiction, del director Albert Serra. © Andergraun Films

Pacifiction

La última película del director Albert Serra muestra descarnadamente el futuro de una sociedad en la que incluso las minorías y los desgarbados luchan a muerte por la supervivencia

Albert Serra acaba de regalarnos una maravillosa y radicalmente contemporánea película sobre el poder político. Tras interesarse por los implícitos ocultos de crudeza y perversión en la sociedad ilustrada inmediatamente anterior a la Revolución Francesa (Liberté), ahora el cineasta de Banyoles ha actuado en consecuencia escribiendo un ensayo sobre la degradación y lo absurdo en las sociedades herederas del contrato social del XVIII (en términos operísticos-mozartianos, la primera película fue su Don Giovanni y esta bellísima Pacifiction configura una especie muy particular de Così fan tutte). Si antes nos invitó a espiar a una aristocracia que decía adiós a sus privilegios refugiándose en el salvoconducto de la imaginación sexual, aquí topamos con una comunidad apática que ya no tiene ánimo ni para tramar fantasías carnales y que sólo puede aferrarse a la nostalgia de una jerarquía de altos funcionarios sin alma.

Es así como Serra teje una película con más chicha argumental que de costumbre, centrada en un representante del estado francés en Polinesia que ve tambalear el idilio con las migajas moribundas de su ciudadanía (también se fractura su comunión casi orgánica con la paz de un entorno natural todavía idílico) debido a los rumores de una reanudación inmediata de las pruebas nucleares marítimas. Es normal que Albert se haya reconciliado con el mundo de los actores y que no haya enviado a Guantánamo a Benoît Magimel, un intérprete de ciencia descomunal que perfila con un hiperrealismo abrumador la encarnación de este cacique antigualla que trata de mantener la ficción del líder y de lo público en un entorno delirante donde los mandatarios andan cojos por la embriaguez y pierden el culo para degradarse entre putas y deformes. Ésta es una isla de cadáveres que se aferran al pasado sabiendo que ya han perdido toda la gloria que podrán vivir.

La aproximación del cineasta a su propia apuesta se hace desde la ironía, y Serra juega por primera vez a fingir que se disfraza de narrador convencional en una historia que incluye tópicos como el exotismo tropical, la peripecia detectivesca o incluso el thriller. Pero todo esto son mandangas para hacer creer al espectador que se encuentra en una zona de confort, relajarlo y cascarle una buena sarta de hostias puesto que, en definitiva, Pacifiction resulta interesante no sólo por el hecho de que vaya anticipando un mundo contemporáneo donde todos los líderes serán payasos demacrados, aspirantes culturetas de flâneur o militares de retórica homérica y entrepierna proletaria, sino porque muestra descarnadamente el futuro de una sociedad en la que incluso las minorías y los desgarbados lucharán a muerte por la supervivencia y donde los más peligrosos de cada barrio serán los que parecen más inocentes. Como era de esperar, esta isla es Catalunya.

De hecho, si existe un toque revolucionario en esta nueva película (y que contrasta con las creaciones anteriores de Albert) es el humor, catarsis y símbolo de inteligencia insalvable para filtrar las tensiones de esta sociedad futura –o presente, qué puñetas– de hombres pequeños con afán de salvar su grandeza. El pasado jueves, día del estreno oficioso de la película en la Filmo, me sorprendió que durante las casi tres horas de metraje ninguno de los espectadores ahí presentes se atreviera a reír casi ni una sola vez, cuando servidora se estaba jartando a mansalva (lo cual certifica, por otra parte, que los catalanes hemos perdido el sentido del humor, una de nuestras cualidades más ancestrales). Sólo la risa, en definitiva, puede servir para sobrevivir en este batiburrillo de egos desgarbados sin referencias que se esconden en el submarino de su propio desconcierto. El placer ya no sirve de nada; sólo nos queda el escarnio.

Todo esto que os cuento va hilándose en una creación de una fisicidad casi dolorosa: la película nos obliga a experimentar el crepúsculo de los dioses en un tiempo casi real, con unas imágenes que buscan el grado cero de implicación del director pero de donde, justamente por este hecho, surge una pulsión pasional tremebunda. Albert nos ha disparado sin tapujos en la oscuridad que tenemos justo en la esquina y ha dado la vuelta al tópico de esta paz de ficción en la que sobrevivimos para recordarnos que estamos en guerra permanente. Ante una nueva, bellísima, obra de arte, lo único que puede hacer el gacetillero es darle las gracias.