El mayor reto de todo crítico, criticastro o melómano es del traducir el sonido al arte imperfecto de las palabras. Charlar sobre música es difícil porque, lo recuerda el filósofo Jankélévitch, ésta trata de lo más inefable que hay en el pensamiento y en la expresión, aquello de lo que precisamente no puede hablarse, justamente de lo que sólo se explica tocando o cantando. El oficio del esteta es especialmente peliagudo cuando uno medita sobre la voz humana y la emoción que provoca el canto, y es así como, cuando uno intenta describir el sonido que emerge de las cuerdas vocales, nos vemos obligados a tirar de comparaciones desafortunadas y describir el timbre de una soprano como metálico o adjetivar las profundidades de un bajo como cavernosas. La tara es natural, puesto que de pequeños conocemos la voz, generalmente materna, incluso antes de que nuestra cabezota descubra que puede comunicarse a través del fonema, la palabra y la sintaxis.
Toda esta metafísica de carajillo viene a cuento porque hoy La Punyalada va de una voz, mi voz de hombre, la voz del tenor que me ha acompañado durante toda la vida adulta y que el pasado día 5 cumplió 75 años. Lo habréis leído en los periódicos y ya conocéis perfectamente la salmodia: Josep Carreras es, sin lugar a dudas, uno de los cantantes top de la segunda mitad del siglo XX, un artista único al que tanto el Gran Teatre del Liceu como Barcelona entera deberían honrar y agradecer su ejemplo de excelencia, así como su labor de internacionalización de la ciudad y del país (cuando escribo este artículo, el coliseo de La Rambla todavía no ha publicado ni un solo tuit felicitando al cantante ni ha anunciado ninguna iniciativa para conmemorar el paso del tenor por la institución; sin comentarios). Todo esto resulta conocido por tutti quanti, es profecía y tiene mucha más importancia que la horripilante estrella que corona la Sagrada Familia.
La voz del tenor es uno de los artificios más curiosos de la historia musical. Con el fin de acceder a las notas naturales en la tesitura femenina, los tenores deben violentar casi todo el cuerpo proyectando el sonido a través del pecho y la máscara facial, una tarea que requiere la fuerza de un titán. Por este motivo, la virilidad del propio sonido, la mayoría de melómanos han adorado desde siempre las voces más robustas y musculares que tuvieron el acmé durante los años 50, como Mario del Monaco o Franco Corelli, tenores que durante el auge de la ópera como un espectáculo de masas tuvieron como sucesores a los compañeros de Carreras en la aventura de los tres tenores; Pavarotti, el de agudo argentino, y Domingo, quien seguramente pasará a la historia de la música como el mejor tenor de todo el siglo XX, justamente por su portentosa ubicuidad y el espíritu voraz urdido en los cientos de papeles que ha interpretado con tanta solidez.
Carreras se aleja de este prototipo de cantante perfecto y atlético, y por eso es mi tenor. A servidora siempre le han agradado las voces que se ajustan a las personas humanas y también a los roles del mundo de la ópera, con todos sus defectos y falibilidades. En casa, en lo que atañe a señores que cantan, siempre hemos sido del club de Fritz Wunderlich con Mozart, Wolfgang Windgassen con Wagner y, evidentemente, Carreras en el repertorio italiano. Josep es un cantante de esfuerzo, que siempre manifiesta honestamente la energía que le está pidiendo la música, y es por ello, por su carácter humano e imperfecto, que puede acercarse al sufrimiento de Don José o de Don Carlos con tanta veracidad. Carreras no ha sido un gran actor; por el contrario, en escena siempre ha tenido tendencia a deambular como un pato y a resolverlo todo con mirada de pícaro despistado. Pero es esto, precisamente, lo que hace que se acerque tan radicalmente al artificio teatral.
La música escenificada es un truco de magia casi surrealista. Desde su invención, por obra y gracia de unos sabios de la Camerata de los Bardi a finales del XVI (a imitación del arte griego, consideraban que el teatro se proyectaba impostando a voz y cantando el texto), la ópera es el intento de fusionar todas las artes en un solo espacio. Esto, más allá de la voluntad megalómana de crear una Gesamtkunstwerk (con el empeño egotista que siempre profesó Wagner), a mí siempre me ha fascinado por su necesaria imperfección. El artificio de la ópera, en este sentido, me atrae como metáfora perfecta del teatro del alma, de lo más risible que tiene la pretensión totalizadora de los hombres y mujeres cuando hacen arte. Por ello, como os decía antes, me han atraído las voces que se han tramado semitono a semitono, el canto desnudo de los artistas que, a través de la garganta, muestran también el límite del esfuerzo que conlleva su hacer.
Por eso me entusiasma todavía escuchar todos los días la voz de Josep Carreras. Ya sé que mis compañeros críticos os recomendarán su Cavaradossi o la inigualada versión que hacía de Chénier. Pero yo os propongo viajar a los rincones del arte operístico, lejos de arias y de los grandes chumba-chumba. Corred a Spotify y escuchad Roméo et Juliette de la temporada 82-3 en el Liceu (sí, con Patricia Wise y Kurt Rydl). Minutos después del aria “O nuit divine!”, Romeo se despide de Julieta. Éste es un fragmento que pasa a menudo como una simple coda al airoso en cuestión, pero es uno de los compases del repertorio que más adoro. Gounod acompaña la voz del tenor como si cantara una barcarola con la que el adolescente enamorado pretende adormitar a su amada. La mayoría de tenores se lo desayunan torpemente, pensando en cómo afrontarán el resto de la ópera, y en la mayoría de grabaciones la cosa sucede sin pena ni gloria.
Josep es un cantante de esfuerzo, que siempre manifiesta honestamente la energía que le está pidiendo la música, y es por ello, por su carácter humano e imperfecto, que puede acercarse al sufrimiento de Don José o de Don Carlos con tanta veracidad
Pero aquí estamos hablando de Carreras, my friends, el tenor de Karajan y Bernstein. Sólo como el cabronazo canta el primer “¡Va! repose en paix” ya sería suficiente para arrodillarse. Escuchad el resto de las frases; Josep las dice como si hubiera nacido en la misma Place Saint-André-des-Arcs. Escuchad a nuestro excelso tenor cantando a Julieta como si la besara (“Q’un sourire de enfant sur ta bouche vermeille”), llenando de ondas el teatro aunque cante en mezzopiano, después atended a como apiana el versillo “Doucement vienne se poser!”; finalmente, como si acabara de terminar una oración angelical, le dice a Julieta que la ama, apoyando perfectamente la voz en las erres, (“Et murmurand encor! Je t’aime! à ton oreille, ¡Que la brise des nuits te porte ce baiser!”) y alargando este último deseo bucal mediante un hilo de voz como para cagarse. Escuchad estos tres minutos de música, os lo ruego: ¡qué pedazo de cantante!
Hoy La Punyalada celebra que esta voz, mi voz predilecta, haya cumplido 75 años y también, el paso del tiempo obliga, que haya decidido que dentro de poco colgará las cuerdas vocales en Barcelona con un recital en Arc de Triomf. Valdría la pena que la tribu cambiara su espantosa tradición de celebrar las glorias de la patria cuando ya descansan bajo tierra, y por ello el Ayuntamiento debería regalar una calle, un monumento y si hace falta una avenida al artista que ha hecho más que cualquier administración y conselleria por exportar el arte del país a todo el planeta. Ya que estamos, hagámoslo bien por una vez y celebremos nuestra voz en vida, que es también la voz más humana. Per molts anys, mestre. I moltes gràcies per tot.