Los barceloneses ya han llegado al Empordà. Lo certifican aspectos de una objetividad más que científica: primero, los diminutivos han aumentado de forma dramática (escuchamos a mansalva decir “calitas”, “pastelitos”, “croquetitas” y otras abominaciones lingüísticas), y después también hay cambios estéticos igualmente espantosos como una profusión vomitiva del pantalón de lino blanco o de gastronómicos altamente nauseabundos del tipo “menú de la gamba”. Pero, por encima de cualquier otra cosa, la llegada de los barceloneses se nota en que, en el Baix, ha aumentado la mala leche de forma radicalísima; hasta hace pocos días, en el mercado todo el mundo sonreía y las pastelerías eran locales de reunión de un novecentismo casi grecorromano. Todo esto ha cambiado en sólo cuarenta y ocho horas, y ahora todo dios pone cara de perro malhumorado. Olviden Afganistán o Ucrania: este es ahora uno de los lugares más tensionados del planeta.
Mis queridos taxistas de Palamós (que suspiran por la llegada temprana del otoño) también lo confirman. Las rotondas del centro de Palamós parecen el cruce de Broadway con la sesenta y ocho. Todo dios dispara sinfonías de claxon y aquí no hay quien encoche a los clientes con tranquilidad. Los entiendo perfectamente, y comprendo que la conciudadanía ampurdanesa viva desesperada con la llegada de unos seres tan chabacanos, invasivos y malcarados como somos los barceloneses. Pero también deben comprender la ética de mi querida ciudad. Aquí en el Empordà la gente del Eixample no acude a descansar, ni a olvidar durante un par de semanas su adictiva y fatigosa relación con el trabajo. En este bellísimo lugar de mundo la gente viene a desesperarse, a hacer cola durante horas para llegar a Castell y poner la toalla a cien metros del mar, rezando para que la convivencia familiar derive en un divorcio o, mejor aún, en algún infarto de miocardio.
Esta guerra sucia terminará a finales de agosto. Todo el mundo lo sabe, es profecía, y la única metódica posible para aguantar estas semanas de batalla consistirá en aguantar el chaparrón e ir tirando. En casa todo esto lo tenemos muy bien resuelto: vivimos escondidos en Vall-Llobrega, junto a Palamós y en medio de la montaña, lo cual nos permite coexistir con la belleza del paisaje sin tocar los cojones a los indígenas. Nos dirigimos a comprar en el mercado, faltaría más, pero he desarrollado una técnica rapidísima para llenar el carrito de la compra como un auténtico esprínter. Canto cada pedido con un cálculo bien estudiado, me limito a disparar cuatro frases sobre la temperatura del día en cuestión, y me piro de la villa cagando leches. No molesto, vaya. A la playa bajo en modo running por la mañana, con lo que les ahorro a los ampurdaneses mi patética y sudorosa barriga, así como la respiración moribunda tan propia de los fumadores de puros.
En lo que atañe al resto de cosas prácticas, pasaremos todos y cada uno de los días de vacaciones sin ocupar los locales de la gente del pueblo (no representa ningún esfuerzo; la mayoría de los bares y coctelerías de este país son de una sordidez inigualable), ni se nos pasará por la cabeza ir a dar un voltet por el Camí de Ronda y, ni mucho menos, perpetrar algo tan chabacano como ir a ver Oppenheimer a Platja d’Aro. Por otro lado, nuestro boicot a iniciativas para pixapins como el White Summer (o a cualquier evento que se atreva a empotrar un food truck en nuestra queridísima tierra) será total e inapelable. Entiendo que todo ello puedan parecer actos de menor importancia, pero sé a ciencia cierta que mis adorados ampurdaneses nos las agradecerán como agua de mayo. En pocos días regresaremos a ciudad, que lo del aire puro me exige una dosis extra de Diazepam. Cuando despunte septiembre, retornaremos para celebrar la normalidad.
Los barceloneses han llegado al Empordà. Si escucháis la palabra fresqueta, cambiad de acera. Si alguien pide un gin-tonic de Seagrams, proceded a apedrearle. Si alguien se atreve a hacer una barbacoa, llamad urgentemente a la policía. Y si tienen la cara dura de citar a Josep Pla, directamente, matadlos.