A estas alturas, cualquier barcelonés de pro tiene noticia de que la edición 2023 del Primavera Sound tendrá dos sedes en dos fines de semana consecutivos; primero, en la tradicional del Fòrum de Sant Adrià y después en la Ciudad del Rock de Arganda del Rey de Madrid. A pesar de las excusas baratísimas de nuestro Ayuntamiento, el desdoble del Primavera hacia la capital del reino (inicio de un exilio parcial que podría llegar a ser definitivo) resulta una noticia pésima para la ciudad. Más aún si, como os podéis imaginar, esta fuga parcial no es fruto del azar, sino de la desidia del equipo cultural de Ada Colau y de la pericia de sus homólogos madrileños. La operación tiene nombre y apellidos; los de Andrea Levy, quien ha tramado en sordina todas las facilidades del mundo para los agentes de la industria musical de cara a convertir a Madrid en una de las capitales festivaleras de Europa; Levy tuvo la misma determinación en el sector de los musicales y, como resulta patente, Madrid ya es la capital del género en castellano.
Vamos por partes, que la cosa merece ser contada en tiempo de adagio. Hará unos meses, la administración del PSOE aprobó la ley 14/2021 por la que se modificaba el Real Decreto 17/20 en el que se aprobaban medidas de ayuda tributaria en favor del sector cultural para hacer frente al impacto económico y social de la Covid. En el texto en cuestión se intensificaba la atribución de interés básico a la cultura enfatizando “el servicio de la cultura como deber y atribución esencial”. Lejos de aprovechar la brecha legal para reactivar la industria de la música, tanto la administración catalana como la barcelonesa no sólo se ejercitaron en la siesta sino que, lo recordaréis, pusieron el foco covidiano en la industria de la música con una mala baba descomunal, haciendo caer a la población en el prejuicio absurdo según el cual la Covid pasea más a gusto en un evento sonoro masivo que en un vagón de Cercanías o del metro.
En los últimos años, los organizadores de festivales como el Vida o el Cruïlla han realizado mil piruetas que merecen la Creu de Sant Jordi por abrir sus puertas mientras, insisto, la administración hacía todo lo posible para ponerles trabas. Mientras Catalunya y Barcelona jugaban la carta del purismo (totalmente injustificada, a su vez, porque los festivales de música son uno de los lugares más seguros del planeta tierra), Madrid y otras ciudades de Europa se dedicaban a aplicar la ley y a currar. Resulta lo más normal del mundo que, fatigados de tanta mandanga, los responsables del Primavera hayan decidido desdoblar su alma y viajar a la capital de España, y puedo deciros con conocimiento que ahora mismo hay muchos directores de festivales en Catalunya que también están negociando pirarse cansados de que en su casa sólo les pongan peros e impedimentos. Con todo el dolor del mundo, debo decir que obran santamente.
En los últimos años, los organizadores de festivales como el Vida o el Cruïlla han realizado mil piruetas que merecen la Creu de Sant Jordi por abrir sus puertas
El Ayuntamiento tiene una voracidad sin límites. Hace semanas conocíamos que también se han dedicado a poner trabas al festival de Pedralbes (que durante los últimos años había reactivado una zona absolutamente muerta de la ciudad y que ya contaba con el cartel definitivo y 30.000 entradas vendidas), aduciendo las quejas de los vecinos a quien la presencia de los escenarios molestaban a la hora de pasear al perro o hacer running. Puedo entender las reservas de algunos conciudadanos, porque todos querríamos vivir en barrios sin turistas ni ruido, pero hay que saber que los eventos a gran escala no pueden evitar un mínimo impacto en la ciudad y que, de seguir con ese puritanismo (que como toda beatitud moral, es profundamente conservadora), Barcelona no será sede de festivales musicales relevantes. El impacto no es sólo un asunto económico; comportará que Barcelona se borre del mapa de la competitividad.
Desgraciadamente, la nuestra no sólo es una administración profundamente ignorante de cómo funciona la industria cultural en el mundo, sino también escandalosamente inconsciente de las consecuencias que puede llegar a sufrir Barcelona si sus festivales se exilian. En el caso del Primavera, el hecho no sólo implica perder un festival, sino que la contratación de músicos no tenga el centro gravitatorio en nuestra ciudad. A su vez, la desaparición de la música en directo también implicará una hostia descomunal a nuestro tejido musical. Resulta paradigmático que el gerente del Ayuntamiento, el cultureta Jordi Martí, celebrase la irrupción del Primavera a Madrid, afirmando que Barcelona exportaba a una “subsede”. Espero que sus palabras sean fruto del cinismo, porque si lo son de la ignorancia el futuro de nuestra industria musical pinta igual que la presencia del catalán en Netflix.
Supongo que a los agentes culturales de la ciudad no les pesa que, de hecho, muchos de los centros culturales madrileños sean comandados por catalanes (o gestores criados en Cataluña), como Joan Matabosch (Teatro Real), Manolo Borja-Villel (Reina Sofía) ), Maribel López (ARCO) y un largo etcétera de nombres a los que, desafortunadamente, en breve se podrán sumar los directores, trabajadores y músicos que tienen la temeridad de intentar ganarse la vida organizando festivales en Catalunya. Si queda vida inteligente en el consistorio, espero que el Ayuntamiento enmiende su nefasta política musical y se ponga las pilas con urgencia. Ya que estamos ahí, si aparte de la inteligencia se recuperan las ganas de trabajar, la administración debería aplicar la misma urgencia a las salas de conciertos, un micro-tejido de base que es fuente de alimento de los festivales y una marca fundamental de nuestra ciudad.
Desgraciadamente, y como ocurre siempre, me temo que la reacción llegará demasiado tarde y que, como de costumbre, la tribu sólo sobresaldrá en el arte de llorar a los ausentes. Será una más en la lista de cosas que, como siempre ocurre, son sólo responsabilidad nuestra. Una más de tantas.