Un señor de Barcelona

La semana pasada murió un barcelonés ilustre. Deberíamos decir que murió un vecino ilustre de la calle de Barcelona. Miquel Fuster. Dibujante, principalmente. Hombre que vivió en la calle, también. Quince años. De los cuarenta y cuatro a los cincuenta y nueve. De 1988 a 2003. Doy por hecho que, alguna vez, nuestras rutas coincidieron y, seguro, que alguna vez nos cruzamos por la calle. Él lo ponía todo de su parte por encontrarse con gente. Quince años, veinticuatro horas en la calle. En cambio, tanta gente y tanta soledad. Tantas horas en la calle y tan invisible.

Lo de la soledad y la invisibilidad es algo que ha explicado a lo largo de su vida a partir de 2003, cuando empezó a recuperarse gracias a la Fundació Arrels; un ejemplo único de rescate de las personas sin techo en Barcelona. Le ayudaron a dejar el alcoholismo y le dieron una habitación donde empezar a recuperar la confianza y donde seguir pintando. De ahí salieron unos libros ilustrados donde explicaba la vida en la calle y tres ideas que ha ido difundiendo todo lo que ha podido en los diecinueve años que ha vivido bajo techo después de la intemperie: que vivir en la calle no es normal, que los sintecho son personas invisibles para el resto y que todos estamos a un par o tres de circunstancias, de mala suerte o de malas decisiones, de acabar encontrándonos como él y como tantos otros.

Barcelona haría bien en reconocerle la supervivencia en sus calles, la recuperación y la divulgación posterior. Y el éxito último de su vida: morirse en casa. Paradójicamente, cuando más gente muere en los hospitales, él, que durante tantos años no tuvo, ha muerto en casa. Las cuatro paredes donde pasamos los buenos y los malos momentos, y entre las que querríamos exhalar el último suspiro. Él las vestía con sus dibujos, las paredes. Tenía por todas partes porque nunca, ni cuando estaba en la calle, dejó de dibujar su historia, la de Barcelona vista desde la calle.

Autorretrato de Miquel Fuster delante de Santa Maria del Mar. ©Miquel Fuster