Pep Planas y Josep Maria Flotats, interpretan a Rousseau y a Voltaire, en el Teatre Romea. ©D. Ruano

Flotats y Planas contra el teléfono móvil

Josep Maria Flotats vuelve a hacer teatro en catalán con 'Voltaire/Rousseau: la disputa'

Existe una tradición yanqui algo risible, consistente en aplaudir a los actores-leyenda cuando hacen su primera aparición en escena. Hace pocos días, viendo cómo Josep Maria Flotats irrumpía en el Teatre Romea, casi tuve su osadía de hacerlo (por primera vez en la vida). No seré yo quien glose una leyenda viva de nuestra cultura, un hombre de teatro que –a sus ochenta y cinco años– todavía es capaz de aguantar una función rebosante de un texto suficientemente exigente durante hora y media. Yo quería aplaudir no sólo por todo lo dicho, sino también para dar las gracias a un actor al que no puedo disociar del amor por mi lengua. Ya sólo de oírlo en la primera frase, con su archiconocida cantinela y esa pauta de decir las eses tan cercanas a la equis, desconecté del mundo varios segundos para recitar de memoria algunos fragmentos de Cyrano, Per un sí o per un no, Lorenzaccio, o Ara que els ametllers ja estan batuts.

“Agressiu: jo, senyor, si tingués aquest temple m’agradaria a l’instant que algú me l’amputés! Amical: no suqueu el got el vostre excés, per a beure us aconsello que useu un tub d’assaig. Descriptiu: és un roc, és un pic és un faig. Què dic un faig? És tota una muntanya!”. Y así seguía la eterna retahíla de metáforas sobre la nariz con la que Cyrano se choteaba de sí mismo antes de batir al príncipe (a parte de la cosa lingüística, a nuestro actor también le debo el gozo de haberme dedicado al arte de la esgrima). Pero había que ahuyentar la nostalgia y volver al presente. Voltaire/Rousseau. La disputa, de Jean-François Prévand, es una recreación interesante de la oposición de obra y carácter de dos hombres de letras mayúsculos. Para los volterianos de pro como un servidor, es un gozo ver cómo su protagonista insulta sutilmente al autor de Émile, acusándole de sensiblero, de idealizar la bondad humana y, ay, de ser un bellaco.

Prévand caricaturiza algo las posiciones filosóficas de ambos autores, aunque la disputa gana más peso justo cuando entra en la discusión de pensamiento sobre las artes escénicas y la literatura en general. A pesar de haberlas cultivado ampliamente y con su habitual cinismo (el hombre que escribió El contrato social acabó ejercitándose en la contemplativa soledad y abrazaba sólo a los árboles y a los cerdos), Rousseau maldecía los vicios morales del teatro y la depravación de la inventiva humana. Voltaire, por el contrario, pensaba que el arte ayudaba a afrontar la vida con una necesaria ironía, pensando que el mundo, más que perfecto o perfectible, es sobretodo un universo de comicidad. La disputa fue real, muy encarnizada y, desgraciadamente, diría que el cretino de Rousseau ha acabado imponiendo su ley, si miramos un mundo (y, concretamente, un país como el nuestro) donde la sensiblería siempre acaba imponiendo a la razón y donde el derecho a la ofensa gana siempre a la libertad de escarnecer.

Estamos ante una pieza de lucimiento sin demasiado riesgo, pero da el pego y regala al espectador un buen puñado de preguntas

Al autor de esta disputa se le nota el amor descarado a Voltaire (presenta a su oponente ridículamente ataviado con un disfraz risible hecho de café de Armenia) y Flotats se aprovecha de ello con un display de gestos marca de la casa mientras dilapida a su querido rival, “Doctor Setciències” (¡brillante traducción de nuestro Salvador Oliva!). Pero su rival se defiende muy bien y Pep Planas –que ya debutó en el mítico Cyrano que antes recordaba– no ejerce de comparsa y nos regala un Rousseau de un ímpetu a menudo pasado de rosca pero con un chorro de recursos notable. Estamos ante una pieza de lucimiento sin demasiado riesgo (será difícil que, tal y como está la filosofía en nuestra tierra, alguien salga con ganas de leer a alguno de los dos autores), pero da el pego y regala al espectador un buen puñado de preguntas. Fui al Romea para reafirmarme en el volterianismo, of course, pero también para hacer justicia a un actor inmenso.

Mientras volvía a casa, recitaba para mis adentro: “París es difumina amb l’aire nebulós, el clar de lluna llisca entre fosques blavors, la ciutat es vesteix per la terrible escena, adormida allà a baix, l’aigua mansa del Sena, com un misteriós mirall que tot ho veu i tremola, reflecteix! Ja veu el que veureu. A la porta de Nesle! A la porta de Neeeeeesle!” Así paseaba por La Rambla, feliz y empuñando una espada imaginaria, tras asistir al teatro, a pocos metros del Poliorama, donde Flotats me enseñó que –en mi lengua– reside la nuez de mi libertad.

PS.- La labor actoral de Flotats y Planas aún tiene más mérito si se tiene en consideración la oceánica grosería del público barcelonés, que no sólo contaminó la función con una sinfonía execrable de toses, sino que perpetró un monumento a la grosería con un teléfono móvil que irrumpió en la disputa sonando casi diez minutos de la función. Esperamos que su propietario tenga un final terrible, cuanto más doloroso mejor.