Catalunya vive en una especie de depresión indignada tras la revelación de los nefastos resultados del informe PISA. Como siempre ocurre en caso de derrota nacional, los conciudadanos se debaten entre la exhibición orgullosa del masoquismo habitual en la tribu y el ejercicio, igualmente consuetudinario, de la nostalgia de un pasado (inexistente, by the way) en la que nuestros adolescentes leían Kierkegaard incluso a la hora del almuerzo. La realidad, como siempre, se sitúa en el justo medio entra la ira y la indiferencia. Pienso en ello mientras escucho a Francesc Orella recitando la Defensa de Sócrates en uno de los rincones más bellamente sórdidos de la cárcel Modelo, acompañado por mi queridísimo músico Rafel Plana, frente a trescientas personas encantadísimas de pasar frío escuchando uno de los textos fundacionales de nuestra cultura. Entre el público, mala noticia para los nostálgicos, hay muchísimos jóvenes.
Resulta indiferente si estos chavales están aquí atraídos por la fama merlinesca de uno de nuestros mejores actores o por cualquier otra contingencia de la vida. La realidad es que flipan (o cómo cojones se le llame ahora) escuchando cómo sus preocupaciones conectan a la perfección con palabras inigualables escritas hace más de dos milenios. Esto ha ocurrido en otras lecturas clásicas de este festival hermano de la colección Bernat Metge, que ha demostrado cómo —a base de tener el detalle de hacer las cosas bien hechas— nuestros jóvenes pueden llegar a entusiasmarse con el pensamiento. Si yo fuera conseller de Cultura haría viajar a Orella y a Plana a cada instituto del país y, de los miles de alumnos que escucharían la tabarra más bella que escribió Platón, quizás sacaríamos decenas de escritores y un par de filósofos. Esto no ocurrirá, no sólo porque yo no mandaré nunca, sino porque la mayoría de políticos del país no leen nada de nada.
Uno de los grandes hallazgos del Clàssics (añado aplausos sonoros a su directora, Sira Abenoza) ha sido el de trasladar la prosa de la antigüedad a través de rapsodas, intérpretes e incluso obras del presente. Así ocurrirá el próximo lunes a las 20 en el CCCB (parad de leer y comprad la entrada en cuestión, que son sólo doce fucking euricos) con la dramatización del poema Pitó de Guim Valls, encarnado por la actriz Paula Blanco. Si pudisteis ver el estreno de este espectáculo en el teatro La Gleva, seguro que volveréis y, si os lo perdiste, arrastraréis toneladas de rabia de no asistir. Hablemos del texto, tercer poemario de un autor de cronología insultante (nacido en 1992) pero de una sabiduría literaria anciana. Editado por Poncianes, Pitó narra la historia del sacrificio animal que guarda el oráculo de Delfos en un poema que va incorporando la figura de la serpiente con una riqueza narrativa y estructuras poética prodigiosas.
Cuando supe que Paula recitaría este texto bestial pensaba que se limitaría a leerlo desde un atril. Pero Blanco se ha calzado un traje de serpiente y lo ha memorizado de cabo a rabo, primero incorporando sus gestos temibles en la cara y después aterrizándolo poco a poco en la figura de un ser parecido a una ninfa. De la serpiente, primero descubrimos la encarnación del pecado y la dolencia, pero paulatinamente admiramos la coqueta sinuosidad de un animal seductor (“Soy presumida, sobre todo cuando mato” / “Empezará el banquete polvoriento y aún no he elegido el vestido”). Todo esto Paula se lo casca inmóvil en medio del escenario, prácticamente sin un gesto de más (diría que el director del invento, Roger Vila, tiene la lección Albertí bien aprendida), y con unas neutras del catalán que sobrevive en Tossa de Mar que son agua de mayo. Ver de nuevo a Paula, así, con este texto. Me quedo corto de palabras.
Las noticias nos llevan a la desesperanza. El Clàssics nos regala algo de aire en medio de este delirio que vivimos. Venid, también los jóvenes, a ver cómo os pica la serpiente y os quema de placer. Para siempre.