Entre el paqui y el expat, los barceloneses llevamos años observando cómo cambia la fisonomía de nuestros comercios y viviendas sin acabar de entender por qué, por qué ahora, por qué así. La barcelonidad es un tesoro tan necesitado de protección como la londresidad, la parisidad o la berlinidad: el auge de la extrema derecha responde a la sensación de que nuestras calles aparecen sorprendentemente llenas de gente recién llegada, y digo sorprendentemente por no decir demasiado, pero en verdad la extrema derecha dice demasiado y ese “demasiado” es tan inconcreto como peligroso.
Al mismo tiempo, la extrema izquierda defiende la ocupación de viviendas ya no ante ningún fenómeno inmigratorio, sino ante el fenómeno especulativo, que afecta también a la figura de los recién llegados, pero los recién llegados con dinero. Este sándwich, entre el chino de la esquina y el startupista del 22@ con ático en Barcelona y casita de surf en Biarritz, genera un cabreo que no siempre tiene como reacción un decantamiento por la extrema derecha: a menudo la reacción es la de ocupar una vivienda o, más bien, la de irse. Sentir que tu ciudad ya no es tuya, es decir que ya no la reconoces… o bien que ya no puedes pagarla, es decir, que es mejor que tú.
Soluciones al precio de la vivienda se han planteado muchas, como la de limitar la compra a los extranjeros (como han planteado Andorra o Baleares), pero el problema es jurídico y concretamente de derechos tan básicos como el de libre circulación o de propiedad privada. Aparte de que cuesta demasiado hacer una ley que distinga entre los derechos de los extranjeros adinerados y los extranjeros que llamamos directamente inmigrantes: no, no pueden tener derechos diferentes. Nadie. Lo que nos lleva indefectiblemente no sólo a la búsqueda de suelo para hacer vivienda pública, sino sobre todo a la búsqueda de salarios dignos para los barceloneses. Ésta sería la solución más liberal y más socialista, a la vez, la más comprable por ambos extremos del arco ideológico. Simplemente, que en este país la gente no sea pobre, aunque compagine dos o tres trabajos.
Subir los salarios no significa (sólo) establecer un salario mínimo, sino verdaderamente homologar la mano de obra de Barcelona a la de los países europeos, y esto no es sólo competencia estatal o autonómica: el Ayuntamiento podría simplemente dejar de contratar empresas que no cumplan con unos mínimos retributivos, y no mínimos en el sentido de salario mínimo, sino mínimos en el sentido de homologación europea. Esto es legal, y es viable. Es fomento, es discriminación positiva, es obligar, sin obligar, a que las empresas se pongan las pilas. La mejor justicia social, pero también la mejor política de verdadera competitividad empresarial, es dejar de parecer ciudadanos dispuestos a ser constantemente humillados. Y que hace falta un Ayuntamiento que nos proteja, y nos haga sentir dignos de vivir aquí, no hace falta ni decirlo.
Las soluciones al fenómeno inmigratorio, o directamente al problema inmigratorio, tampoco son fáciles: como decíamos, en derechos básicos no se puede discriminar. Sí se puede reclamar una competencia autonómica o municipal en el control de los flujos, es decir, en la cuota de entrada, y sí se puede también establecer colaboraciones público-privadas como ya se hizo con los manteros para evitar mafias o la proliferación de negocios turbios: por decirlo claro, tantos comercios de cubiertas de móvil en Nou de la Rambla no pueden ser todos regulares. Esto lo ve el alcalde y lo ve todo el mundo. Lo mismo en cuanto al cumplimiento de las ordenanzas, todo se regulariza si todo el mundo paga una multa y no sólo a los motoristas que han invadido momentáneamente el carril bus. Todo lo demás sería tratar de contener los gamberros de extrema derecha que, en Barcelona o en Ripoll, requieren más control de flujo que cualquier paqui o cualquier chino. Pero esto es un problema de orden público y de urbanidad.
En definitiva, la muerte de éxito de las grandes ciudades occidentales no sólo las desnaturalizan en términos de proliferación de Starbucks y franquicias sino también en ausencia de autóctonos que puedan mantenerse como vecinos. A nadie le gusta ver a Venecia vacía de venecianos, pierde cualquier gracia y no es tanto culpa del turismo como de la falta de protección de la gente local. La libre circulación y la igualdad de derechos es un avance sin duda. Un privilegio. Ahora falta que lo de marcharse fuera realmente un derecho, y no una obligación. No, tener que irse de tu propia ciudad no es libre circulación de personas y de mercancías. Es haber hecho las cosas de la peor forma posible.