Manual para el recién llegado a Barcelona

En primer lugar, habrás visto que tú no venías de ningún aeropuerto. No sé si vienes de París, de Nueva York, de Madrid o de Bruselas, o perdóname, sí que lo sé: Charles de Gaulle es una taquilla de correos con ínfulas de nave Discovery, JFK tiene la gracia estética de una estación de tren de cercanías, Adolfo Suárez es ponerse a buscar la salida de la zona infantil y, en Bruselas, más allá del cohete de Tintín y el piano de cola, le pasa como a la política exterior de la UE: no pasaría nada si no existiera. Solo en Barcelona el aterrizaje es un despegue, una dignidad recuperada después de haber hecho de pasajero aborregado, mármol de senado romano bañado por el sol de altos ventanales, tiendas y bares bien ordenados, ni un palmo de moqueta, elegante y gentil como el saber estar del añorado Ricardo Bofill. Ah, y no hagas caso del nombre que, como a mí, te debe de parecer extrañísimo: estás en el aeropuerto Joan Miró.

En segundo lugar, decirte que llegas a una ciudad tan llena de puñetas como todas las demás, pero infinitamente más presumida; mucho más preocupada por quedar bien y con una obsesión autocrítica patológica. No es que añoremos a los Juegos Olímpicos, es que se nos olvida muy rápidamente que los Juegos Olímpicos nos añoran a nosotros. Hola, ¿qué tal?, somos la fucking Barcelona. Sería muy largo de explicar, pero imagínate que estás ante una persona con tantos traumas que le cuesta saber dónde está y qué quiere, excepto que tiene la natural (y dolorosa) pulsión de derrocar murallas y ensancharse. Todo los demás es una gran contradicción, una bipolaridad manifiesta, una delirante paella mar y montaña de donde brotan numerosas frustraciones, pero también, como habrás comprobado, destacadísimas genialidades. Te gustará su color o no, pero ya te digo que no te encuentras en una ciudad gris.

La muralla natural viene marcada por una condena bíblica (Tibi Dabo son las palabras que el diablo pronunció a Jesucristo para tentarlo en el desierto), una montaña con castillo militar y un mar que es como de broma, como del Show de Truman, que lo han puesto solo para ver si nos atrevimos a surcarlo. Si has aterrizado por la noche habrás visto que los coches hacen luces rojas o amarillas alternativamente según si suben o bajan por las calles del Eixample, porque ya irás viendo que aquí todo está muy politizado. En los balcones verás un melting pot pintoresco y quizás intuirás que el desempate, si se produce algún día, también se producirá en el Eixample. Por alguna razón es donde se instaló la burguesía modernista, a diferencia de la actual, que prefiere instalarse fuera de la realidad.

En los balcones verás un melting pot pintoresco y quizás intuirás que el desempate, si se produce algún día, también se producirá en el Eixample. Por alguna razón es donde se instaló la burguesía modernista, a diferencia de la actual, que prefiere instalarse fuera de la realidad

Ah, sí, sobre el tema nocturno: vamos a dormir temprano, no somos la ciudad that never sleeps. Creemos que la fiesta solo es de día y convertimos nuestras noches en verdaderos escenarios de Gotham. Incluso la gente que vive sola hace vida de familia: a las once toca lavarse los dientes y a la cama, porque ya verás que aquí no celebramos las cosas, aquí, en todo caso, las conmemoramos. Las discotecas quedan más bien lejos, salvo un par de excepciones y, si hay un barrio de juerga autóctona, será Sant Antoni o Gracia donde, salvo cuando se celebra la fiesta mayor, el alboroto quedará siempre reducido a unas cuantas horas decentes y cerveceras. Quizás encontrarás una cueva de jazz por aquí y una terraza de hotel por allá, pero poco más. Toda la sordidez posterior la relegamos a los guiris y a Ciutat Vella, donde les dejamos que se lo monten entre ellos una vez han comprobado que no conseguirán sacarnos de casa. A no ser que un día nos la compren, claro.

Comprobarás que, con la rotunda erección de la última torre estrellada de la Sagrada Familia, se han ido haciendo pequeñas las monas sin Pascua que criticaban la construcción del templo. De tantas bajadas de autoestima hemos llegado incluso a mofarnos de nuestros mejores prodigios, cuando ya hace años que la torre Eiffel reza porque las casas de Núñez y Navarro continúen molestando en la calle Mallorca. Eso sí: venga hablar de talento y de investigación, y de I+D y de creatividad, que se ve que es el futuro, etcétera, pero, paremos la Sagrada Familia. En todo caso tú no te asustes, todas las comunidades tienen vecinos que no hacen ni dejan hacer y que miran hacia abajo. Tú, que vienes de fuera, ya has sabido identificar perfectamente cuál es la guapa de la fiesta.

Y por lo demás, pues ya lo ves: hay una cosa peor que no querer la tercera pista del aeropuerto, no saber si la quieres. Hay una cosa peor que perder el Hermitage, no tener alternativa para la zona, y hay una cosa peor que no tener Juegos Olímpicos de invierno que es haber presentado un proyecto más artificial que la nieve de mayo. Barcelona es un taxi amarillo y negro con la luz verde encendida, dando vueltas sin rumbo concreto, con un conductor cuñado que se ha llegado a creer que Madrid es mejor y no sé cuántas  historias más. No lo escuches cuando te lleve del aeropuerto Joan Miró hacia el hotel: Barcelona vive en un éxito de mala digestión, pero sin duda vive en una historia de éxito. Le dices de mi parte que te lleve un momento a la exposición sobre Frida Kahlo en el espacio Ideal, que creo que es la cuarta que hacen desde 2019. Dicen que quieren que haya un espacio igual en una ciudad que se hace llamar Madrid, pero lo original siempre es volver al origen.