La voraginosa programación cultural de una ciudad como Barcelona tiene muchas más ventajas que inconvenientes; la viveza de una ciudad debe incluir la sensación angustiosa de no poder llegar a todas partes y, ya va bien, que uno piense que, contraviniendo el tópico según el cual vivimos en una ciudad escasamente creativa y aburrida, aquí se hacen demasiadas cosas. Por otra parte, la presencia absorbente de tantas producciones culturales hace que sea más difícil distinguir la anécdota de la categoría, los espectáculos de ir tirando, de los fenómenos culturales de los que la historia se hará eco en el futuro. Esto también se aplica a un entorno aparentemente elitista como el de la música llamada clásica (un palabro inadecuado que otros han llamado “culta” y que, aplicada a la música que se hace ahora, se salda hablando de “la contemporánea”), y digo “aparentemente” porque los conciertos del Auditori o del Palau, lejos de ser minoritarios, acogen a cientos de miles de espectadores por año.
Perdonadme la metafísica de tres al cuarto, pero la cosa viene a cuento para recordar que, desde hace ya muchos años, la nuestra es una de las ciudades donde se puede ver y escuchar la mejor música improvisada de Europa sin que esto desvele el orgullo y el interés oportuno de los melómanos barceloneses. Hace dos semanas pude comprobarlo de nuevo asistiendo a Líquen, el último espectáculo de uno de los decanos del género en Catalunya, el pianista Agustí Fernández, un pedazo de músico que, junto con la bailarina Sònia Sánchez, hace tiempo que se divierte creando música y danza en tiempo real (el concierto forma parte del ciclo Dansa i Música en Conversa del Mercat de les Flors, una institución a la que los medios y los gacetilleros prestamos mucha menos atención que alguno de sus ilustres vecinos pero que cumple los requisitos patrimoniales y fomentadores de la creación pública en Catalunya con una coherencia prácticamente inigualada).
En un universo de conciertos previsibles y programas que interpretan, reinterpretan y sobreinterpretan la misma música, ver actuar a Agustí y Sònia es un placer. La bailarina va deconstruyendo los parámetros y los gestos clásicos del flamenco en tres tablaos diferentes en tamaño (el más pequeño apenas se ajusta a la distancia que subsiste más allá de los pies del artista, pero esto no obsta para que su gestualidad amplíe su alcance como si fuera el escenario de un coliseo). Mientras Sánchez se detiene en los ademanes que, habitualmente, vemos interpretados a toda leche por los bailarines estrella del flamenco –disfrutando de su paradoja, de su dificultad muscular e incluso de su contorsión– Agustí la escucha atento desde el piano sacando de los recovecos del instrumento lo mejor de su sonido; primero la deja respirar para que disfrute el atornillar de las manos, luego le presta con la percusión del instrumento para que los dos puedan martillear la madera. No sobrepasan los límites; se instalan en ellos para enmendarlos, mientras juegan.
Si no habéis visto a Agustí Fernández al piano, creedme, os habéis perdido el disfrute y la infinita belleza de contemplar a uno de los músicos más versátiles y extraordinarios del país. Ya sé que la tribu le ha honrado con el Premi Nacional de Cultura y otras mandangas similares, pero resulta todavía una anomalía de agrupación bananera que el trabajo de Agustí no tenga más aceptación del público. No puede ser que este Líquen quede en estas dos sesiones del Mercat; sería, si me permitís la metáfora chusquera, como dejar a nuestros mejores chefs sin comensales y a los jugadores del Barça protagonizando solamente partidillos benéficos. Esto todavía resulta más horripilante si pensamos que Agustí Fernández no sólo ha sido un faro europeo de la música improvisada, sino que también ha tenido la generosidad de crear escuela, compartir conocimientos y tocar con sus alumnos de la ESMUC y de otras escuelas del país.
Si no habéis visto a Agustí Fernández al piano, creedme, os habéis perdido el disfrute y la infinita belleza de contemplar a uno de los músicos más versátiles y extraordinarios del país
El pasado enero, Agustí se jubiló de nuestra Escuela superior de Música tras currar veinte años en sus aulas. Me consta que su competentísima directora, Núria Sempere, está haciendo todo lo posible para que Agustí siga vinculado a la escuela hasta que la muerte los separe; no espero, lastimosamente, que su país esté a la altura de la labor de este enorme artista para organizarle los homenajes que merece. Pero esto son miserias de la tribu; lo importante es que los alumnos de Agustí siguen haciendo honor a su excelencia y que el próximo fin de semana una de estas artistas, la percusionista Núria Andorrà, formará parte del Dansa i Música en Conversa con su propuesta Miratge. He tenido la suerte de escuchar, conocer (e incluso, en una época del paleolítico) programar esta fenomenal artista, y hoy este autor de La Punyalada os recomienda que hoy y mañana llenemos sus conciertos.
Barcelona improvisa, en el mejor sentido de la palabra, y sería bueno que los melómanos de la ciudad se dieran cuenta. Desde hace dos años, el colectivo Free Impro Barcelona reúne a nuestros mejores improvisadores y en su web podréis encontrar un calendario de conciertos que provoca mucha saliva. De momento, nuestros artistas sobreviven en espacios vivísimos pero marginales de la ciudad como Robadors 23 o el Antic Teatre. Amamos la proximidad y valoramos el papel que las resistentes y encomiables salas pequeñas del país nos regalan. Pero el objetivo es que la impro, para los amigos, llegue al gran público y la ciudad la disfrute como se merece en las plateas más eminentes. Músicos como Agustí Fernández lo merecen. Músicos como sus estudiantes lo exigen. También lo hace, evidentemente, éste vuestro apuñalador. Negarse el placer de un concierto que no puede definirse, donde la música transita por lo desconocido, resultaría un pecado.