No. No es un eslogan para prevenir el coronavirus, aunque la distancia entre comensales ayuda también a este fin. Son tres elementos clave para que, junto a la cocina y el servicio, un restaurante te pueda hacer feliz.
Es verdad que hay comidas y comidas. No es lo mismo tomar un menú rápido un día laborable, que tiene como objetivo principal cumplir con el vicio diario de llenar el buche, que acomodarse en una buena mesa para disfrutar con calma de una cena. Cuando nos referimos a este segundo tipo de comidas hay que ser más meticuloso, por no decir, exigente.
¿Cuántas veces no os ha tocado comer disfrutando de un masaje en la oreja producido por el codo del comensal de la mesa de al lado? ¿Cuántas veces habrías deseado un frontal de alpinista para poder distinguir los manjares que había en el plato? ¿Cuántas veces os ha incomodado comer como los anglosajones, sobre la madera deslizante de la mesa, sin un miserable camino de mesa individual para impedirlo? ¿Cuántas veces tienes la sensación que los comensales de las mesas de alrededor participan pasivamente en tu conversación? Aquella señora a la que cazas al vuelo con la mirada afirmando o negando con la cabeza tus rotundas afirmaciones. O aquella mesa en la entrada del restaurante donde el público impaciente, que no sabe esperarse educadamente en el umbral de la puerta, se te echa literalmente encima hasta el punto de que parece que quieran sentarse en tu regazo. En mi vida anterior, haciendo de camarero, una vez pude contemplar atónito como un cliente se levantó ofreciendo su sitio al señor que, a sus espaldas, esperaba de pie a que lo acomodaran. “¡Coma usted y disfrute; cuando acabe ya lo haré yo tranquilamente!”.
¿Cuántas veces tienes la sensación que los comensales de las mesas de alrededor participan pasivamente en tu conversación?
Los detalles son importantes para poder disfrutar de una buena comida o cena. La compañía la pones tu, pero las viandas, el servicio y el resto de elementos los pone el establecimiento. De ahí, a mi entender, la importancia del mantel. No hay nada más agradable que sentarse en una mesa con un buen mantel limpio. Alguien podrá decir que no es práctico ni sostenible. Pero cuando se trata de buenos restaurantes, se convierte en un elemento indispensable, al menos para mí. Es cierto que hay una tradición anglosajona de comer directamente sobre la mesa. El mantel es un elemento extraño, poco habitual, en los restaurantes de Reino Unido y Estados Unidos. Y no es un síntoma de austeridad, sino que forma parte de su normalidad. Yo, puestos a pagar, prefiero comer con un mantel blanco. Da sensación de limpieza y de orden. Y, aún más importante, sabes donde puedes dejar los cubiertos. A mí, dejarlos sobre la madera o sobre el mármol de una mesa no me gusta, qué queréis que os diga. Otra guerra es el mítico hule, una cosa práctica, pero más cercana a la época del racionamiento franquista que otra cosa si hablamos de restaurantes. Siempre recordaré un restaurante cerca de Aberystwyth, en Gales, muy bien referenciado en las guías, donde los codos, los antebrazos y las muñecas se te quedaban pegados en el hule. Aunque ya habíamos pedido, nos levantamos y huimos despavoridos.
La tradición anglosajona también tiene otro vicio: la luz tenue de los locales. Sobre todo a la hora de cenar. Tanto en Londres como en algunos establecimientos de San Francisco, Chicago o Nueva York, la sala tenía tan poca luz que apenas veías la cara de tus comensales y, alguna vez, ni siquiera podías ver bien lo que tenías en el plato. Esta costumbre probablemente radica en los pubs ingleses, donde se come y bebe indistintamente, especialmente por la noche. Tener la mesa bien iluminada me parece imprescindible si de lo que se trata es de disfrutar de los platos. La vista también es importante. ¡No estamos asistiendo a una cata a ciegas! No hace falta tener que palpar la mesa para encontrar los cubiertos. Si lo que se busca es intimidad, hay otros lugares y no en un altar de la gastronomía. Un poco de respeto.
Y, finalmente, la distancia. ¡Ay, la separación entre mesas! El negocio debe de rendir, evidentemente, y cuánta más gente quepa en la sala, mejor. Más rentabilidad. Elemental, que diría aquel. Pero todo en esta vida tiene un límite. Y vuelvo a matizar que, una cosa es comer rápido un día laborable, que vas a la idea y te preocupa poco estar rodeado de humanidad, y otra es ir a disfrutar de una buena cocina.
Tener la mesa bien iluminada me parece imprescindible si de lo que se trata es de disfrutar de los platos
Si un establecimiento ha superado todos estos obstáculos, aún quedan detalles que no son menores. Como la hoja de los cuchillos. ¿Cuántas veces hemos tenido que enfrentarnos a una batalla campal, titánica me atrevería a decir, con un cuchillo que no corta? Afilar bien las herramientas es imprescindible, y más si vas a comer carne. Enfrentarte a un entrecot de vaca vieja o de buey y que la hoja entre en discrepancia con la pieza puede arruinarte la mejor fiesta. Y una manía final: ¿no os ha pasado ir a un restaurante en Francia, desde un popular bistrot a uno de guía Michelin, y encontrarte con unas copas de vino ridículamente pequeñas? ¡En el país del vino! Tampoco se trata de beber en copas gigantes como las que gastan algunos pollitos resucitados del upperdiagonal, se trata de poder hacer danzar un poco el vino para que se oxigene. Pero de las copas ya hablaremos otro día, ya que el tema merece un capítulo a parte.
Todo ello manías, pero que seguro contribuyen a que la fiesta que se inicia cuando entras en un buen restaurante tenga continuidad y, sobre todo, te puedas dedicar exclusivamente a disfrutar de lo que llena el plato sin preocuparse de nada más.