El número de positivos se ha disparado esta última semana. © Christof Timmermann

¿Aún no te has contagiado? ¡¡¡Anímate!!!

La administración ha aprovechado el coronavirus para infantilizar a la población, fomentando una conducta intolerable de poder y un entorno político donde nuestra libertad individual se ve seriamente atacada

Ya sé que mirar atrás, ahora que hemos entrado en el verano y la mayoría de barceloneses sueñan ávidamente con grapar la toalla en su cala ampurdanesa predilecta a primera hora de la mañana para tostarse al sol hasta que llegue la hora del arrocito, da una pereza descomunal. Pero valdría la pena realizar un pequeño ejercicio de memoria y recordar cómo, durante el estallido de la Covid-19 anteriormente a la aparición de las vacunas, mientras la mayoría de científicos del mundo esprintaban para descubrir el líquido milagroso que nos tenía que permitir la convivencia con el bichito amarillo de Wuhan, la mayoría de los epidemiólogos de la tribu nos contaban que la vacunación sería esencial de cara a reducir la mortalidad en los grupos de riesgo (principalmente, los ancianos que habían muerto en masa en residencias y hospitales por falta de las infraestructuras exigidas por el primer mundo, del que resulta que no formamos parte), y que, a falta de poder cargarse el virus como si fuera un cornúpeta o un yihadista desbocado, llegaríamos al ideal soñado cuando pudiéramos convivir con altas dosis de contagio pero con una escasa mortalidad, puesto que lo que había de evitar es esa cosa tan molesta y poco reversible de terminar palmándola.

Pues bien, esta es exactamente la situación en la que estamos: un entorno donde la actividad económica ha resucitado incipientemente –en especial la turística y la hotelera– con un auge lógico y normalísimo de los contagios entre los jóvenes, porque cuando uno envía a los chavales a Mallorca pera celebrar la sele… pues no hace falta ser el doctor y violinista Sherlock Holmes para adivinar que muchos de ellos acabarán compartiendo saliva y otros líquidos (tras un año encerrados, ¡han obrado santamente!); es decir que, como ya advirtieron los epidemiólogos, estaríamos en la situación controlada de convivencia con el virus sin que éste tuviera la mala costumbre de encerrarnos bajo tierra.

Sin embargo, y es bastante objetivable, resulta notorio como la mayoría de mass media y también la clase política, acostumbrada al fatalismo y con una cierta obsesión por el control social, se ha pasado semanas especulando con nuevas restricciones y utilizando la juventud como chivo expiatorio de la irresponsabilidad en el contagio, como si nuestros púberes (que han respondido masivamente a la campaña de vacunación) tuvieran especiales ganas de vivir con el bichito campando en la sangre.

Dice Peter Sloterdijk en Estrés y libertad (un libro publicado en Arcadia y que esta semana de histeria colectiva obliga a releer con urgencia) que nuestro presente colectivo se podría describir en términos de alergia a la calma. Leámoslo en la hermosa traducción del alemán escrita por el amigo Raül Garrigasait: “Hay que concebir los macrocosmos políticos que llamamos sociedades primordialmente como campos de fuerzas integrados por el estrés (…). Desde este punto de vista, una nación es una colectividad que consigue conservar en común la ausencia de calma. Un flujo constante, más o menos intenso, de temas estresantes debe encargarse de sincronizar las conciencias para integrar la población en una comunidad de preocupaciones que se regenere día tras día”.

Si uno repasa las portadas de los periódicos de esta semana, parece que todo se adapte a las palabras del filósofo alemán. Pese a haber llegado a controlar el virus, los periodistas y la política se han encargado diariamente de alejarnos de la calma con lo que Sloterdijk llama genialmente “nuevas propuestas de excitación”.

Una vez alejados del mal del virus, insisto, la sociedad adicta a la alarma se ha obligado a experimentar un nuevo estrés para vivir exaltada. Era necesario, en definitiva, torturar a los ciudadanos con la matraca diaria según la cual los jóvenes catalanes se encuentran dos, tres o quien sabe si treinta mil veces más contagiados que el resto de bípedos similares de la Europa civilizada. De hecho, esta misma semana hemos podido admirar en la red la experiencia delirante de leer numerosas quejas en Twitter de padres que, durante una semana, han sometido a sus hijos a cuatro o cinco pruebas de antígenos consecutivos en pocos días de diferencia, unos análisis constantes que no han satisfecho el espíritu de los progenitores hasta que, a base de una insistencia casi militar, los chicos han acabado contagiándose. De hecho, una situación de normalidad vírica (vuelvo a ello; con el virus presente pero con nula incidencia) ha terminado en esta delirante carrera para ver quién tenía más contagios en casa. “¿Aún no te has contagiado?”, parecían decirnos los aparatos ideológicos y comunicativos de nuestra pseudo-autonomía: “¡Pues anímate que, si te esfuerzas, lo acabarás consiguiendo!”.

Una vez alejados del mal del virus, insisto, la sociedad adicta a la alarma se ha obligado a experimentar un nuevo estrés para vivir exaltada

Esto que os cuento no deriva únicamente en un ejercicio de filosofía social porque, tras haber visto como la administración autonómica secuestraba unos jóvenes en un hotel de Mallorca contra el criterio de la propia fiscalía de la comunidad, el Gobierno más progresista de la historia y del universo ha aprovechado el estrés del momento y la dispersión informativa de la ciudadanía (el pavor que nos ha cogido a todos era evidente dando un simple vistazo a la calle, donde la gente se ha vuelto a poner la mascarilla de forma aparentemente espontánea) para aprobar una ley prácticamente estalinista donde se facilita que la administración pueda requisar bienes personales a los ciudadanos, obligarlos a realizar prestaciones sociales en casos de emergencia, e incluso regular la producción industrial en situaciones de crisis.

El delirio del control casi cesarista de la administración ha llegado también a la pandilla filo-comunista del ayuntamiento barcelonés, que nos ha anunciado la noble intención de rociar con agua plazas y playas de la ciudad para evitar aglomeraciones, tratando a los ciudadanos como un rebaño a remojar de vez en cuando para que así tenga la osadía de pirarse de la calle cuando no procede.

El centro de vacunación de Fira de Barcelona.

Primero se estresa el conjunto social creando una alarma ficticia que antes se había descrito como el ideal de normalidad a alcanzar. Aprovechando la histeria artificial, se disparan los mecanismos para infantilizar de nuevo a los ciudadanos y ya de paso, como quien no quiere la cosa, uno impulsa unas regulaciones con las que la administración le dice tan campante al ciudadano que, visto que es un irresponsable, será ella quien se hará cargo de su libertad como si fuera un retrasado mental. La Covid-19 ha fomentado este tipo de conducta intolerable del poder y la más que previsible aparición de nuevas crisis víricas tiene toda la pinta de facilitar un entorno político donde nuestra libertad individual se verá seria y progresivamente atacada.

Sé que el leitmotiv de nuestra publicación, y alabado sea su optimismo antropológico, es Good News, True Stories. Desgraciadamente, estas noticias verdaderas que os cuento son más que fiables, pero tienen pinta de ser mucho más malas que el efecto de un virus. Preparémonos.