El chef Rafa Peña en la cocina del Gresca. © Montse Giralt

Gresca, ¡qué barra!

La barra del restaurante Gresca es uno de los espacios culinarios más felices del planeta tierra

De la misma forma que al terminar la Recherce proustiana nos gustaría resucitar a Albertine y que Marcel narrara de nuevo cómo de joven se iba a dormir demasiado temprano o, cuando leemos la dignísima muerte del Quijote, querríamos cerrar el libro de Cervantes para volver a leer la primera frase del desconocido lugar de la Mancha que nadie osa recordar, nuestros restaurantes más queridos nos provocan una misteriosa impaciencia para poder terminar el último café, o el enésimo e innecesario gin-tonic, y comenzar de nuevo la ingesta que nos ha regalado tanta felicidad. Estamos embutidos de alegría, la conversación nos ha dormido la lengua como carne adobada y tenemos el estómago a reventar, pero sentimos aquella nostalgia del querer recuperar pronto el hambre que desvelan los entrantes, o el primer rugido estomacal de cuando aparece la primera anchoa y los sentidos del cuerpo se reavivan a la espera de la sorpresa creciente de cada nuevo plato que aparece en la mesa.

Nuestra triste, pobre y desgraciada tribu siempre ha tenido una tendencia a alabar la desdicha, pues la cobardía nos lleva al arte de cebarnos en la derrota, la tara y la incompletud, cuando en el fondo es mucho más difícil cantar los inmensos matices de la alegría, y es por eso que hemos gastado mucha más poesía en los mausoleos que en los restaurantes. Esta semana he vuelto de nuevo al Gresca, y concretamente a su maravillosa barra, que es uno de los lugares de Barcelona donde la fantasía alcanza unos límites tan sutiles que incluso llegan a desbordar mi dúctil prosa. En la barra de Gresca disfrutaréis con la falsa ilusión de sentaros en el podio de la Filarmónica de Berlín, y digo que la cosa es falsa porque quien mandará la armonía, los cantos y el tempo son el chef Rafa Peña y su espléndida compañera Mireia Navarro. Negaos a mirar y que nadie ose aniquilar la sorpresa: dejad que el Rafa elija y esperad.

El privilegio de sentarse en la barra de Gresca (el bichito de Wuhan ha reducido el aforo a cuatro sillas vertidas radicalmente en los fogones de la cocina) radica sobre todo en ver trabajar a Rafa porque, aunque cocine para más de una mesa o supervise cada uno de los platos de los dos comedores de Gresca —a la izquierda está la nocturna frivolidad y la derecha un santuario blanco ideal para una comida donde la conversación tenga algún toque de trascendencia— enseguida sorprende su hierática inmovilidad. Así como Di Meola o McLaughlin perseguían veloz e inútilmente la genialidad de Paco de Lucia mientras el guitarrista les miraba condescendiente disparando más notas que los dos juntos y con el gesto de la mano más pausada, Rafa es un slow man inalterable que mueve los objetos con los ojos y programa la mixtura de los boquerones marinados con limón y sésamo con un solo clic de las pupilas.

Rafa Peña trabajando en la barra, donde comes pegado a los fogones. © Montse Giralt

Primero os sorprenderá la excelsa anchoa de doble filete servida con un pan con tomate delirante que parece haber nacido para dialogar con la cecina de vaca. La vida nos ha enseñado a despreciar la col e incluso la alcachofa, tantas veces frita como si las quisiésemos convertir en paja seca, pero Rafa les ha regalado una nueva vida que culmina en el milagro de la berenjena lacada con crema de parmesano y cualquiera de las mil formas con que el chef se divierte con el dashi. Las estaciones varían y los años nos hacen más viejos, pero el bikini de lomo ibérico con Comté, solidificado y craqueante como una galleta, nos sigue generando una ilusión similar a la campanilla que certifica el recreo. Sólo con la fantasía desplegada en la fiesta de los starters, Gresca ya ostenta la gracia de ser la delicia más fina del Eixample y el mejor paraíso del placer de Barcelona entera.

El privilegio de sentarse en la barra de Gresca (el bichito de Wuhan ha reducido el aforo a cuatro sillas vertidas radicalmente en los fogones de la cocina) radica sobre todo en ver trabajar a Rafa porque, aunque cocine para más de una mesa o supervise cada uno de los platos de los dos comedores de Gresca

Mi nueva existencia new age de excombatiente nocturno y etílico ha descuidado las carnes, porque el estómago se me aprincesó de una forma espantosa y le sienta mal trabajar, pero la terrina de liebre, las mollejas asadas con col y setas o el filete que proceda al punto justo con una ensalada amostazada no provienen de ningún animal conocido, sino directamente de las ancas de la Virgen María y no ocupan espacio, lugar ni peso. Si la cobardía no os permite la proteína, estáis en una conversación donde es necesario cazar cuándo llegará la primera mentira, o simplemente os huelga más el mar, rezad para que Rafa tenga a la reserva del cabracho con soja o fiaros de un bacalao con romesco con la apariencia osada de un adolescente traicionado por la ternura de su piel. Pedir postre siempre me ha parecido algo absurdo, pero Gresca vuelve a sorprender en los quesos y con uno de los flanes top de la ciudad.

El Gresca está situado en la calle Provença. © Montse Giralt

Contemplar todo ello desde la barra de Gresca, insisto, es mucho más trascendente que vislumbrar el Pantocrátor del MNAC o las filigranas de la bisutería de Gaudí, justamente porque Rafa es capaz de mantener el temple de la alegría hasta al final de la comida. El día que fuimos, esta semana, un conocido chef madrileño se encontraba a nuestra izquierda y uno podía comprobar cómo, a pesar del gesto de suficiencia, en lo más íntimo de sí mismo no podía dejar de sorprenderse de la ciencia creciente de cada plato que comía. Cuando todo esto que os relato, y que no sólo cuenta con Rafa y Mireia, sino también con la sabiduría tranquila de Sergi, uno de los mejores sumilleres de Barcelona, acaba con una factura que en cualquier ciudad del mundo sería al menos tres o cuatro veces más generosa, el placer que hemos experimentado se mezcla con cierta cristianísima vergüenza.

Qué cara, tener Gresca tan cerca y que la calle de Provenza, este antiguo reino que sólo aumenta la lista de nuestras interminables derrotas, no lleve el nombre de Rafa Peña

Barcelona puede admirarse desde uno de sus inmensos altozanos, pero también se puede captar en todo aquello que le queda de fantasía y amor por el placer vivido que reaparece insaciable, en la barra de su mejor restaurante. Qué cara, tener Gresca tan cerca y que la calle de Provenza, este antiguo reino que sólo aumenta la lista de nuestras interminables derrotas, no lleve el nombre de Rafa Peña. Dirigíos a la barra, contemplaréis el milagro del motor inmóvil y veréis cómo la alegría tiene muchos más colores que la cobarde tristeza y su fatigosa presencia en la mayoría de las almas que nos rodean. Cantad la alegría y abrazad la barra, qué barra, aún más barra, toda la barra que sea necesaria. Así canta hoy esta mi puñalada.