Los pacientes e incontables lectores de esta Punyalada sabatina ya conocen mi conversión de orgulloso habitante del Eixample al nuevo quehacer de feliz habitante de Ciutat Vella. La semana pasada celebraba el hogar como buen barcelonés; quejándome y protestando del nefastísimo efecto de las palomas en la higiene y la contaminación acústica del barrio del Call, un artículo por el que he recibido muestras de afecto de animalistas que han estado a punto de convencerme de que la existencia de los bichos en cuestión es, además de una manifestación del Espíritu Santo, más necesaria que el agua potable. Servidora ya tiene una edad y sabe perfectamente que existen causas tan racionales como destinadas al fracaso; es así como voy a pasar el resto de mi existencia limpiando la mierda aviar del balcón de casa y contento que el arrullo me despierte de madrugada en los escasos días libres que me regala la condición de autónomo.
Pero la edad y el estoicismo que conlleva el paso del tiempo no ha fundido mi terquedad, y servidor de usted todavía tiene incrustada en la sesera la novecentista creencia según la cual podríamos ejercer nuestra condición mediterránea del vivir expansivo intentando igualmente que en nuestras ciudades subsista el silencio y se pueda descansar. Podré convivir con todos los animales que Noé metió en su nave, faltaría más, pero la lucha por el silencio se convierte en algo más fatigosa cuando es la propia gestión municipal quien fomenta el ruido. Los indígenas de Ciutat Vella ya deben intuir que me refiero a las sinfonías de griterío y mambo que nos ofrece el servicio de limpieza municipal. Higienizar un barrio de una antigüedad y porosidad como es el caso, no es necesario decirlo, resulta titánico, y estoy convencido de que la administración ha dedicado mucha neurona al asunto; pero cuidado por el tímpano, lo aseguro, bien poco.
Aclaremos algo indiscutible y así apaciguaremos preventivamente la ira de los ofendidos: los basureros y conductores de Bcneta que curran en mi barrio sudan la camiseta y se ganan de forma justa el sueldo. Hay calles por donde transitan seis o siete veces en un solo día (a menudo, más que limpiar, esparcen alegremente la mierda rociándola con agua, también hay que decirlo) y consiguen de esa guisa que un entorno histórico que entre todos hemos condenado a ser lugar de farra se levante generalmente en buenas condiciones cada mañana. Pero para conseguir la proeza en cuestión pagamos un precio innecesario que recae en nuestras orejas; la mayoría de los camiones que transitan por el barrio emiten un ruido que asusta, el sistema de recogida de la basura resulta de una antigüedad totalmente obsoleta en términos de eficiencia y, debo decirlo sin rodeos, la mayoría de basureros vociferan por las calles como si ahí no viviera nadie.
La mayoría de los camiones que transitan por el barrio emiten un ruido que asusta, el sistema de recogida de la basura resulta de una antigüedad totalmente obsoleta en términos de eficiencia y, debo decirlo sin rodeos, la mayoría de basureros vociferan por las calles como si ahí no viviera nadie
Los culpables del ruido no son los trabajadores: entiendo perfectamente que un basurero no pueda susurrar cuando tiene que comunicarse con un compañero que está a una decena de metros mientras aguanta una manguera gigante de donde surge agua a toda leche, así como también comprendo que resulte prácticamente imposible vaciar cubos de basura emulando el sonido de un arpa medieval. El problema no es de los trabajadores, sino del sistema. Haciendo uso de unos avances tecnológicos perfectamente viables, los basureros podrían comunicarse empleando micrófonos y auriculares. A su vez, si lo que uno desea es evitar la desagradable visión de la basura en la calle y el ruido de los cubos cuando se vierten a la ventrisca de los automóviles, se podría urdir perfectamente un sistema de geolocalización mediante el cual los vecinos bajáramos a la calle por la tarde o de noche justo en el instante cuando se acerca el vehículo de la basura en cuestión.
El lector pensará que hablo en términos de ciencia ficción, pero lo que resulta incomprensible es que en el año 2021 yo pueda saber exactamente cuándo llegará un pedido de Glovo a mi casa y no pueda ejercer un acto tan sencillo como sacar la basura del hogar monitorizando el vehículo que se la llevará. A falta de estos recursos, que deberían haber sido obligatorios en cualquier concurso público mínimamente riguroso, la recogida de basura deviene en una auténtica ametralladora de ruidos: en casa, desde la cama, ya jugamos a anticipar toda su variedad posible, desde el pip-pip del camión de la basura cuando da marcha atrás, hasta los simpáticos basureros que, sobre la una de la madrugada, golpean con un metal sórdido la placa del alcantarillado de nuestro portal, para después abrir el grifo del agua, y finalmente perpetrar la inundación que se cumple con los respectivos “¡voy!” y “¡ya está!” entonados con la emisión de un agudo tenoril.
Visto mi éxito con el tema de las palomas, soy muy consciente de que a partir de la publicación de esta Punyalada me escribirán basureros perjurando que perpetran una existencia laboral más silente que la de un monje de clausura y estoy también seguro que este mi estimado The New Barcelona Post recibirá correos electrónicos educadísimos donde algún basurero nos querrá demostrar que la vida zen o incluso el yoga fue inventado por un compañero de profesión. Pero a pesar de la senectud las orejas todavía no me fallan y, de momento, mi aparato auditivo todavía me permite discriminar el silencio del griterío; y es una realidad palpable que los profesionales de Bcneta trabajan en un barrio habitado con una nula sensibilidad por la gente que ahí descansa. Si alguien mínimamente atento a la vida ciudadana quiere que el barrio huya de su etiqueta turística y sea habitado por barceloneses, debería formular rápidamente una alternativa a una contaminación invisible pero letal.
En casa, desde la cama, ya jugamos a anticipar toda su variedad posible, desde el pip-pip del camión de la basura cuando da marcha atrás, hasta los simpáticos basureros que, sobre la una de la madrugada, golpean con un metal sórdido la placa del alcantarillado de nuestro portal, para después abrir el grifo del agua
En casa, insisto, somos conscientes de que la cosa pinta mal y ya ahorramos en comida y otros gastos menores pensando en cómo podemos insonorizarnos la suite matrimonial. Visto el éxito que he obtenido con la comunidad animalista, no me extrañaría que esta misma noche un coro de basureros decidiera hacer noche debajo de casa obsequiándome con un himno coral estentóreo. Si puedo elegir, y la clemencia aún funciona, tanto mi compañera de ágora como yo somos más de Mozart que de Verdi o Wagner. Muchas gracias por anticipado.