Tras ver La gavina con la que Julio Manrique ha inaugurado la dirección del Lliure en la Fabià, uno tiene la sensación de haber asistido a un espectáculo bien urdido pero sin ninguna aportación de mínima trascendencia. Esta apreciación en caliente no es del todo justa, porque el propio director (y adaptador, junto a Cristina Genebat y Marc Artigau) nos regala una pista a través de una metamorfosis del texto original en la que el magma dramático del genio ruso se actualiza con expresiones de la cultura milenial y en donde la trama queda reducida prácticamente a su esqueleto wikipédico. Este gesto, sumado al espacio prototípico de una segunda residencia moderniqui muy bien organizado por Lluc Castells y a la sonoridad mainstream-barroca de Damien Bazin marcan el camino; asistiremos a una gaviota donde no importa tanto la inquietud existencial de sus personajes, sino el hecho de que sus desvaríos podrían pasar en cualquier rincón del mundo.
Esta propuesta inicial de democratizar la tragedia (de mostrar, en definitiva, cómo los conflictos estéticos, de concepción del teatro y de intercambio sexual entre diferentes generaciones se dan en todos los hogares del Occidente próspero) podría ser interesante si Manrique explicase cómo el drama diseminado resultante afecta a nuestras vidas. Lejos de hacerlo, esta gaviota muestra a unos personajes que han transformado la desdicha en una especie de existencia deambulante, donde incluso el suicidio acaba perpetrándose con una cierta parsimonia.
Hay excepciones loables a dicho approach, sobre todo en el sector más joven del cast; Nil Cardoner y Daniela Brown ponen toda la voluntad del mundo al proceso de rebelarse contra la apatía del universo adulto que los aburre y tienta a la vez, pero su historia amorosa pasa desapercibida entre unos actores que vagan indiferentes en el inmenso el escenario del Lliure, esclavos de una nula dirección.
Al límite de todo ello, la eliminación de la tragedia de esta propuesta (y el hecho de aislarla de un entorno cultural muy concreto sin ofrecer una alternativa que no caiga en el tópico televisivo) provoca que la obra acabe flotando en el ámbito de la comedia descafeinada. Sorprende que el espectador del Lliure, lejos de sentirse abofeteado por la filosofía chekhoviana, quede relegado a reírse de las excentricidades sobreactuadas de Irina y que un actor tan competente como el gran David Selvas se vea obligado a caer en gestualidades típicas de una función del Borràs para defender su Sorin. A falta de ideas, la producción acaba buscando petróleo en una cuota de actores de regusto y acento foráneo (Andrew Tarbet y Adeline Flaun) que están puestos ahí con un calzador de corrección política que da incluso un poco de vergüenza ajena. En resumidas cuentas, el nuevo Lliure inicia este camino con un espectáculo profundamente ramplón y, sobre todo, exasperantemente anodino.
Justamente por este motivo, y dado el espíritu espantosamente conservador del público teatral barcelonés, es de prever que esta gaviota tendrá un éxito de público garantizado. Democratizar la tragedia no sólo tiene efectos en el escenario; también regala pequeñas dosis de desdicha a la parroquia, que sale del teatro encantadísima de haberse conocido y bien consciente de que las disputas que tiene en casa son avaladas por todo un tótem de la literatura universal como es Chéjov. Todo dios puede estar obligado a sufrir a una madre tan sobreprotectora que acaba siendo un tanto asesina, como todo buen padre debe tener la paciencia de aguantar a unos adolescentes que se cascan porros y a un cuñado que fuma como una chimenea y que suelta frases de cuñado a la hora de los gin-tonics tras una barbacoa. El problema de esta propuesta no es que desacralice el texto, que a mí me parecería la mar de bien, sino que quita cualquier peso catártico a la sacudida moral que le pedimos al buen teatro.
Lo curioso de esta nueva versión de La gavina es que, después de dos horas de paseo por esta muestra de tragedia cotidiana de clase media, ni nos interesa qué se esconde en su famoso lago ni, de hecho, nos acaban importando una mierda las sombras y los espíritus que perviven en el estanque en cuestión. Estamos justo en el inicio de un nuevo Lliure. Esperamos que pronto podamos ver ahí algo nuevo. Nada me haría más feliz.