El estafador de Guíxols en Barcelona. 35 años después

Hay hechos extraordinarios que, a pesar de no afectar tu trayectoria vital por su superficialidad, nunca los podrás borrar de la memoria. Son situaciones que no pasan todos los días, pero que actúan como una sacudida de todo lo ordinario que marca nuestra rutina.

Hace treinta y cinco años en la ciudad de Barcelona, ​​un domingo que volvía a mi piso de estudiante —mejor dicho, mi cuchitril de estudiante—, en el Passeig de Sant Joan esquina Alí Bei, un hombre joven, pero mayor que yo, vino a mi encuentro cuando yo tranquilamente ya estaba llegando a la escalera de mi casa. Tenía cara de desesperado. La situación fue más o menos esta:

— Perdona, ¿hablas catalán, hablas catalán? —recuerdo que lo preguntó dos veces.

— Sí claro. —respondí con seguridad.

— ¿Eres de Barcelona? —preguntó.

— No, soy de Ripoll. —respondí con la inocencia de alguien de comarcas que hace poco que se mueve por la capital.

Su interpelación usando mi lengua y mi procedencia me hizo bajar la guardia. También me ayudó su indumentaria y su manera delicada y educada de hablar. Llevaba un abrigo azul marino oscuro de marinero, de doble botón. Unos pantalones oscuros y unos zapatos de cordones; gent d’ordre, pensé. Siempre me he fijado en los zapatos que lleva la gente, manías que uno tiene. Repeinado. A pesar de la sensación de desazón, hablaba con aplomo y seguridad. Y el hombre soltó:

— Soy de Sant Feliu de Guíxols y me han robado la cartera esta mañana, me he pasado cuatro horas en comisaría para poner la denuncia, pero no tengo dinero para coger el tren y volver a casa y se está haciendo tarde. Y con apariencia educada y un contrapunto de desesperación añadió: No puedo quedarme tirado en Barcelona, ​​mañana trabajo y aquí no conozco a nadie.

Me convenció. Hice que me acompañara a un cajero automático de la extinta Caixa Catalunya y le di 500 pesetas. Me dio la mano y las gracias. Y me pidió mi teléfono para ponerse en contacto conmigo para devolverme el dinero.

Allí mi candidez comenzó a tambalearse, ya podía haberme dado también su teléfono, pensé. El hombre se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia el centro de la ciudad. Yo me quedé parado recorriendo con la vista sus pasos que avanzaban a un ritmo lento. Y me pregunté si el tren llegaba hasta Sant Feliu de Guíxols.

En ese preciso instante él se giró, me acotó fugazmente y lo perdí de vista cuando giró por la esquina de la Calle Ausiàs March. No dudé más. Me acababan de estafar. Lo que antes llamábamos timar. Eso sí, ¡en catalán! Opté por seguirlo. A la altura de la Calle Girona se detuvo y lo pillé vendiendo la misma historia a unas mujeres de una cierta edad.

Me abalancé sobre él y con un golpe seco le empujé contra una puerta metálica. El estruendo que provocó el golpe alarmó a aquellas dos señoras que hasta hacía un momento escuchaban atentamente a aquel joven tan educado. El delincuente a ojos de las dos señoras era yo.

Al final me devolvió mi dinero y pude dar una explicación a aquellas aterradas abuelas, mientras él caminaba con paso firme y sin girarse hacia Plaza Urquinaona. Costó, la indumentaria del estafador jugaba a su favor.

Su apariencia, el uso del catalán, la complicidad que conllevaba ser de comarcas y el hecho de estar yo en “tierra hostil” me hizo bajar la guardia. Los de comarcas cuando aterrizamos en la capital para vivir aquí necesitamos un aprendizaje. ‘Los de comarcas’ es una expresión para definir a todas aquellas personas de fuera de la capital que desembarcamos en Barcelona para estudiar, trabajar o vivir o incluso para una visita ocasional. Hoy todavía mucha gente usa esta expresión. Bajo este epígrafe no se incluye a todo el mundo, los de la región metropolitana quedan fuera. La inseguridad de quien es novato en la capital se compensa con la complicidad de encontrar a otro catalán de comarcas como tú y con un problema gordo; él como yo no tenía familia ni conocidos en Barcelona.

El uso del catalán también ayuda, aunque en aquella época la situación no era tan crítica como ahora. Pero hay que tener las cosas muy claras para hablar siempre en catalán en Barcelona. El castellano es a menudo, pero no siempre, la lengua para iniciar una conversación con un desconocido. Nunca fue mi caso. Antes de ir a la universidad ya había asimilado el hábito militante de hablar siempre en catalán.

Aquella experiencia me fue de utilidad para encarar posibles atracos o estafas. Aprendí a confiar en mis intuiciones y sobre todo a cambiar de acera cuando sospechaba que se presentarían problemas.

Treinta y cinco años después, hace dos semanas, subiendo por el paseo central de Rambla Catalunya un martes por la mañana, entre las calles Valencia y Mallorca, un chico joven, no muy alto y bastante delgado se acercó y me interpeló con una frase que me resultó familiar:

— Perdona, ¿hablas catalán?

— Sí. —respondí.

— Es que soy de Sant Feliu de Guíxols y esta mañana me han robado la cartera y el móvil, no tengo dinero para volver a casa.

Hice un gran esfuerzo para aguantarme la risa delante de él. No, no podía ser. ¡El mismo modus operandi treinta y cinco años después! La única diferencia era la vestimenta y la hora. Llevaba un polo, un pantalón corto y unas zapatillas deportivas. Era un día laborable a las 11 horas de la mañana.

— No llevo cash, disculpa. Lo siento. Adiós.

Y sin más lo dejé atrás continuando mi camino Rambla arriba, hacia la Diagonal. No me giré. Si me hubiera visto la cara, habría observado una sonrisa de oreja a oreja. Me preguntaba si podría ser una apuesta entre padre, el de hacía treinta y cinco años en Passeig de Sant Joan, e hijo. O una transmisión de conocimiento sobre el oficio entre padre e hijo. La sonrisa se borró de mi cara pensando que en esta ciudad maravillosa que es Barcelona la técnica que se utiliza en esta estafa es la invocación a la solidaridad de la minoría catalanoparlante. Y visto cómo van las cosas, puede tener mucho éxito. Eso sí, si encuentra catalanohablantes.