El Dr. Joel Fleischman, interpretado por el actor Rob Morrow, en Doctor en Alaska. ©Filmin

El calor de Alaska

El exitoso revival de Doctor en Alaska es una prueba más de la nostalgia por los valores sólidos y el orden previsible de la vida natural

Cuando La 2 de Televisión Española estrenó Doctor en Alaska “no en sabíem més, teníem (casi) quinze anys” y etcétera. Para un adolescente como servidora, inmerso en el optimismo patológico de la fiebre post-olímpica del 92, la serie de culto by Joshua Brand & John Falsey resultaba toda una rareza incomprensible. Si Barcelona era (casi) el centro del mundo, ya me diréis qué puñeta nos podían interesar las desventuras de un médico neoyorquino (y por tanto terriblemente esnob) en un paraje del culo del mundo como Cicely. Doctor en Alaska fue la serie cultureta de nuestros padres y hermanos mayores con estudios: nosotros todavía nos permitíamos perder el tiempo con parejas que auguraban un futuro misterioso-distópico (Scully & Mulder) o el agilipollamiento general del mundo (Beavis & Butt-Head). Éramos jóvenes, la vida funcionaba, existía la clase media y Barcelona organizaba saraos. ¿Qué más queríamos?

En casa (ahora sí) somos culturetas profesionales y hemos sucumbido sin rechistar al revival de Northern Exposure (como buenos resabiados, nos complace citar los títulos en el idioma original) urdido por Mr. Filmin con suma pillería. Diría que a mi costella, a quien le place todo lo montañoso, le atrae muchísimo la escasa empatía emocional del doctor Joel Fleischman para con el resto de los humanos, que debe ser el mismo motivo por el que me adora. A mí, personalmente, me hace gracia la genialidad surrealista de los personajes del producto en cuestión, pero lo consumo cada noche sólo porque su protagonista echa de menos Nueva York de una forma que me resulta notoriamente familiar y menosprecia la bondad de la peña en general como si fuera mi gemelo. Pero más allá de las contingencias de cada uno, diría que este hype (en casa también tocamos la lengua millenial) explica algunas cosas más transcendentes sobre nuestro presente.

Doctor en Alaska es, en primer término, un elogio a la predictibilidad. Tras un par de lustros en el que la narrativa televisiva ha cabalgado por las complejidades máximas de lo futurible sobre el fin del planeta y en los que incluso las series de época se producen con un indisimulado presentismo estético, la vida del doctor Fleischman nos devuelve al calor de los problemas del primer mundo. Al fin y al cabo, tras  vivir el apocalipsis de Lost o de Stranger Things, que un desdichado científico de Flushing con pretensiones de pijo tenga que pasar unos años de su vida en la comarca tampoco resulta ninguna tragedia. Doctor en Alaska retorna a una noción vital tan sólida como que aquello que debe pasar (al menos, en una estructura ficcional) es bueno que acabe ocurriendo; es así como ya sabemos por lo pronto que, a pesar del horror inicial y del asco anti-provinciano del protagonista, Fleischman acabará arraigándose en su territorio de adopción.

También en lo que se refiere a las relaciones humanas-naturales, Northern Exposure  nos lleva a la zona de confort de una antropología pacificada. A pesar del carácter freak de la mayoría de habitantes de Cicely, la naturaleza surrealista de sus traumas es tan sana que acabaríamos pagándoles una millonada para que nos los intercambiaran con los propios, de estructura mucho más precaria y violenta. Sabemos que el paso del tiempo arreglará todas sus tensiones y que la pulsión estadounidense de integrar al individuo discordante en la comunidad se acabará manifestando tarde o temprano. No es extraño que éste haya sido un retorno audiovisual celebrado en Catalunya, y debería relacionarse con la reedición de las obras de Jordi Pujol y el retorno de los novelistas de la post-Transición. Guste o no, estamos en un tiempo gris donde necesitamos a Biden para salvar a América y  a Xavier Trias para que nos asee de mierda la ciudad.

Han pasado treinta años y el mundo se ha convertido en un espacio mucho más salvaje que los bosques de Alaska. De hecho, que se lo pregunten a los habitantes de Roslyn, la pequeña villa de Washington donde se filmó realmente la serie, que están hasta los cojones de turistas nostálgicos del tema y pagarían lo que fuere por vivir en paz. Fijaros si las cosas han cambiado, que incluso los esnobs manhattanitas pondríamos entre muchos paréntesis las ventajas de la ciudad que amamos y quién sabe si acabaríamos aceptando la condena al doctor Fleischman como una bendición del cielo. Vivir en el calor de Alaska, con una existencia estrambóticamente previsible, rodeados de gente adorablemente tarada y relaciones románticas con problemas heteropatriarcales. ¿Dónde hay que firmar? Quién nos hubiera dicho hace poco que acabaríamos abrazando la vida de comarca…