Nueva York no es Barcelona

De entrada, el ruido del metro. Cuando eres un turista lo toleras, te hace gracia y todo, ese estruendo metálico que te recuerda a miles de películas y que te invita a pensar en las maravillas de la próxima estación. Cuando no haces de turista, sino de residente, aunque sea por unas semanas, lo que más te queda en la cabeza es aquel chirrido que tienes que tragarte sí o sí si quieres desplazarte con rapidez y, evidentemente, a un buen precio, por una ciudad que no es que no te la acabes, sino que nunca la empiezas. En el décimo día, ya empiezas a añorar la silenciosa suavidad de los Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya, e incluso la sordina que intentan poner el resto de líneas de colores. Aquí no tenemos la fastuosa mezcla de tribus de los vagones neoyorquinos, tribus urbanas que parecen estar todas ellas en peligro de extinción, porque cada individuo es una tribu en sí mismo. Aquí todo el mundo se parece demasiado, y es en parte por eso que nos gusta irnos. Quizá sea la edad, pero encuentro que, mirando a la gente de aquí, ya sabes más o menos en qué calle viven, hacia dónde van e incluso qué votan. Nuestro metro es silencioso y noucentista, pero también claustrofóbico. Como la ciudad, como el país.

Dos o tres semanas en Nueva York te permiten compartir esa misma sensación: ya te conoces casi los rincones, o al menos los tuyos. Ya no te impresiona la misma esquina que te dejó en pelotas la primera vez, ya sabes identificar los lugares que te puedes hacer más tuyos, no de la ciudad, sino tuyos, porque hace tiempo del primer beso y ahora ya nos estamos contemplando la cara de sueño matinal o las malas costumbres del día a día. El glamour resulta más real cuando puedes acreditarlo a través de una cotidianeidad real y, entonces, si se mantiene la fascinación a pesar de todo, es cuando el enamoramiento se transforma en amor. Lo que no quiere decir que considere presentable que, en Nueva York, tampoco haya los cafés (los establecimientos, los salones, las cafeterías silenciosas) que también añoro en Barcelona. No, no los hay. Todos los establecimientos a pie de calle presentan un aspecto de Starbucks general que asusta, si quieres algo más o menos tranquilo o sofisticado tienes que buscarlo por Internet o por referencias. El servicio, la restauración a pie de calle en Nueva York, es tirando a vulgar y fría. Shame on you, pero por suerte sabemos dónde dejarnos caer. Donde poder pedir un café y que, aparte de no tener que meterte en una miserable mesita de colores gélidos y demasiado cercana a la contigua, no te traigan una sopa de aguachirri en un vaso de feria. Ni rastro del buen gusto a pie de calle. El buen gusto tienes que buscarlo y pagar.

Mantienen, eso sí, los locales más maravillosos para escuchar jazz y los paseos más inesperados a raíz de puerto para descomprimir los after hours. Mantienen la constante y real sensación de centro del mundo, no tanto por el poder como por el sentido de la belleza urbanística y el dinamismo cultural. En estas dos cosas no pierden el tiempo. Lamentablemente, todavía tienes el chirrido del metro dentro de los huesos, pero se les perdona con las sorprendentes luciérnagas del atardecer en Central Park, con las multiplicidades de Broadway que cambian de piel de un extremo a otro de la península o con la falsa modestia de las casitas de Brooklyn. Por cierto, las zonas pacificadas son zonas en las que la paz no molesta ni desentona. Esta es la diferencia con Consell de Cent: la paz no se impone, sino que debe fluir y enlazar con el resto del tráfico de la ciudad si realmente quiere ser paz. Sólo es cuestión de trabajar un poco. Ahora mismo, todavía no sé por qué alguien escogió Consell de Cent y no Diputació. Y me temo que no hay absolutamente ninguna razón, salvo que la ocurrencia debía ejecutarse sí o sí. Pues ya lo tienen. A nadie se le habría ocurrido nunca pacificar la Quinta Avenida, que ni de lejos es la más transitada. ¿Por qué no? Porque no. Porque el pulso, el latido de la ciudad no lo digiere bien.

Mantienen la constante y real sensación de centro del mundo, no tanto por el poder como por el sentido de la belleza urbanística y el dinamismo cultural

Evidentemente, no hace falta hablar de los precios de las viviendas porque habría que hablar de los dólares que gana un camarero y aquí nos echaríamos a llorar todos. Sí que hay que subrayar, un poco como resumen, que nadie ha pretendido nunca que Manhattan sea un pueblo y que por eso nunca corre el peligro de ser una urbe aburrida. Lo peor que le ocurre a Barcelona, ​​y no me refiero a la vida nocturna, sino a la diurna, es el aburrimiento. Pueden llevar turismo de calidad o de cantidad, pero si una familia o una pareja se queda quince días en Barcelona acabará hastiada de ver todos los días lo mismo. Pequeño, efectista, previsible. No, una ciudad nunca debería ser un concepto para pacificar. Por eso el ruido infernal del metro es un precio que yo pagaría encantado. Tengo muchas ganas de huir de cualquier persona, y ya no digamos político, que quiera pacificarme el alma.