coctelería Paradiso
La coctelería Paradiso, en el Born, ha sido coronada como la mejor del mundo.

Paradiso era yo

Ahora que la coctelería Paradiso ha sido designada como la más excelente del planeta, vale la pena viajar a los orígenes de éste y de otros bares de sus creadores

El mejor bar del mundo era yo. Cuando Enric Rebordosa y Lito Baldovinos abrieron Paradiso, alrededor del 2015, tuve la suerte de poder bautizar su vientre de ballena arbóreo (gemelo de la caverna imperial curvilínea del Dandelyan londinense, al cel sia) para luego nadar en la rojiza menstruación de su reservado, donde releíamos compulsivamente El gran Gatsby hasta que el aroma de trufa blanca eclipsaba el perfume y el flujo de toda acompañante femenina. Ahora que uno de los ránkings más prestigiosos del barismo mundial le ha coronado como primera coctelería del planeta, hay que recordar que Paradiso ha llegado a serlo básicamente porque sus creadores hace tiempo que han pasado pantalla y —a día de hoy, tras una merecida resaca— ya se encuentran imaginando un nuevo bar todavía mejor. El presente es para gente poco imaginativa, lo pasado es de nostálgicos, y el futuro es el playground natural del creador.

Pero es resulta necesario recordar algunas cosas. Cuando mis queridos amigos fundaron Paradiso, la mayoría de restauradores del Born y de toda la ciudad les tomaron por locos: ellos pasaban de todo mientras parían una serie de locales que nos han redimensionado el arte de beber. Paradiso nació de la premisa aristotélica según la cual el conocimiento sólo puede surgir de la admiración (así, con la boca abierta, descubrimos aquella simpática tienda de pastrami tras la que se escondía el monstruo), pero también mediante el convencimiento freudiano y tozudamente centroeuropeo que religa la sabiduría a alguna forma de secretismo. Todos los locales de este matrimonio de amigos incluían la necesidad de un privilegio, ya fuera la pagoda japonesa del antiguo restaurante Alegria (la primera casa del cocinero Giacomo Hassan en Barcelona) como la habitación de una anciana morbosa e inquietante en el genial Dr. Stravinsky.

Como ya saben mis amigos, considero ésta su mejor creación, quizás porque es la más desconocida y no comporta soportar la nómina insufrible de gente que visita Paradiso, con esa horripilante cuota de chicos pretendidamente americanos que te cuentan su complejísimo proyecto laboral y hembras que han trabajado en causas sociales que siempre tienen el epicentro en playas caribeñas. Stravinsky es algo mucho más catalán, pues mezcla el exceso con cierta pureza de espíritu avergonzado del lujo. Durante mucho tiempo ahí repartió cátedra Yeray Monforte, mi coctelero favorito del planeta (con permiso de la reencarnación alcoholística de Mozart, Marian Beke, de The Gibson; nunca he visto nada igual detrás de una barra). Ya veis, la excelencia de esta gente es tan generosa que incluso deben tolerar que sus clientes ancestrales osemos ponerles algún pero.

Paradiso nació de la premisa aristotélica según la cual el conocimiento sólo puede surgir de la admiración, pero también mediante el convencimiento freudiano y tozudamente centroeuropeo que religa la sabiduría a alguna forma de secretismo

Tanto dan mis preferencias, porque aquí lo importante es recalcar cómo Enric y Lito han llegado al primer lugar del mundo a pesar del país y de la ciudad donde se encuentran, una Catalunya y una Barcelona que siempre salen al campo a empatar, que predican con orgullo la pobreza y la modestia. Ellos no; ellos pensaron que Barcelona podría tener bares como mi querido Oriole, el Nightjar o el Artesian de Londres y que lo único necesario para conseguirlo es hacerlos. Mis amigos son lo contrario al procés, una forma existencial que consiste en hacer promesas siempre incumplidas y afirmarse únicamente en el victimismo del martirologio. Ellos, adorados compañeros, son lo contrario a nuestra nómina de escritores, creadores multidisciplinares y gestores musicales que sólo abren la boca para quejarse. Ellos han demostrado que la única forma de hacer las cosas consiste en mover el trasero.

Yo tuve la suerte de compartir su estallido de ambición y ahora compruebo cómo la mayoría de nuestra tribu hace algo tan catalán como es reconocérselo sólo cuando el mérito tiene el sello de excelencia extranjera. Este país cada día da más pereza y, de hecho, cada día me sorprende más que aún exista gente como ellos. Pude disfrutar su estallido cuando tocaba, no ahora que a la moda se apuntará todo cristo, y lo único que me sabe mal es no poder compartir su éxito en las extraordinarias barras que han ideado (hacedme caso, si deseáis avanzaros al tiempo visitad su última creación, el bar Monk). Hace mucho me niego el placer de la bebida alcohólica y prometí a mi psiquiatra y a mi madre que dejaría de mamar. Los contratos que haces al médico no son estrictamente vinculantes, ciertamente, pero los pactos con los que te ha parido se tiñen de un peso biológico espantosamente difícil de romper.

Vosotros que podéis, dad las gracias a Enric y Lito y visitad sus creaciones. Hay que ser auténticamente tonto para hacer cola en los próximos meses en Paradiso, pero os quedan todavía Stravinsky, Monk, La Confitería, Maravillas, Muy Buenas, el Mudanzas… y estos locos han ideado tantos por metro cuadrado que ya he perdido la cuenta y ahora me da mucha pereza documentarme. Aquellos que afirmen que son bares para guiris que hagan el fucking favor de ir, pagar algo, y ya verán cómo el público se acaba volviendo plenamente autóctono. Pagad de una puñetera vez y parad de quejaros y de llorar como Jordi Turull. Yo espero volver algún día, que la vida sana es terriblemente aburrida. El mejor bar del mundo era yo, porque nosotros teníamos toda la alegría del mundo. Y teníamos razón. Ahora lo sabe todo el mundo.