Sumado a un ataque de orgullo nacional la mar de comprensible (zamparse un hit de Netflix excelentemente dirigido por un cineasta barcelonés y con una ficha técnica repleta de apellidos catalanes), el éxito de La sociedad de la nieve se explica por el método con el que Bayona ha convertido el libro original de Pablo Vierci en una película donde la supervivencia no tiene ningún tipo de épica y más bien nada que ver con el heroísmo. A diferencia del mugriento filme Alive de Frank Marshall –rodado en 1993, en tiempos de olimpismo capitalista y cuando los self made man y los Jóvenes pero sobradamente preparados marcaban la agenda del imaginario occidental– Bayona ha ejercitado la pericia de explicar el archifamoso accidente del vuelo 571 en los Andes bajo el telón de fondo de un mundo donde todo quisque ya ha aceptado con parsimonia que, con tal de sobrevivir, tarde o temprano uno tendrá que zamparse algún compañero hasta que sólo queden sus huesos.
La sociedad de la nieve digiere aspectos normalizados (pero al mismo tiempo traumáticos) de nuestra existencia como la influencia del azar en el desarrollo de la vida, la imposibilidad de tener una relación pacífica con una naturaleza tan bella como hostil, el ateísmo según el cual la fe no sirve de una puñetera mierda cuando incluso la divinidad se olvida de tu propia existencia y, hay que insistir en ello, la bofetada que conlleva aceptar que en este mundo te verás obligado a digerir literalmente la alteridad a la hora de seguir adelante. Hay un detalle que puede pasar desapercibido al espectador de esta magnífica película, y es cómo Bayona ha convertido la antropofagia supervivencial del equipo de rugby Old Christians Club en un ritual prácticamente eucarístico (no es necesario ser un genio de la iconografía cristiana para ver cómo los jugadores, a medida que aseguran su vida, van adquiriendo la forma corporal y las heridas prototípicas de Jesucristo).
Lejos de provocarnos pavor o azucarada admiración, la desgracia que sufren estos jóvenes nos ha golpeado profundamente porque –quién sabe si de una forma inconsciente– los guionistas del filme La sociedad de la nieve han querido resaltar cómo la felicidad también puede surgir en el aislamiento más radical y en un entorno en el que la naturaleza se expresa de forma arbitrariamente violenta. Vivir en la sociedad de la nieve es aceptar un darwinismo que tarde o temprano eliminará los cerebros menos adaptables al dolor (los muertos se despachan con una simple tipografía; los vivos serán inmortales deviniendo iconos a través de una imagen) e incluso sentir algo de envidia por aquellos instantes de perfecta soledad comunal en un paisaje todavía virgen, sin contaminación alguna. Cualquier accidente es una desgracia, pero hoy en día sería interesante tramar una encuesta en la que se planteara si cualquiera de nosotros llegaría a pagar por subirse a ese avión.
Vivir en la sociedad de la nieve es aceptar un darwinismo que tarde o temprano eliminará los cerebros menos adaptables al dolor
Bayona explota muy bien esta mezcla de repulsión y de envidia por los supervivientes, y radicaliza la contemporaneidad de este filme en las escenas finales del metraje, cuando –conscientes de que serán liberados en breve– los jugadores de rugby empiezan a hacerse selfies y se abrillantan la melena, sabiendo a la perfección que han iniciado una stardom notoriamente adaptable dentro del nuevo mundo del espectáculo de masas. La capacidad de sobrevivir, al límite, ya no se liga a la fuerza de un grupo para mantenerse unido, sino a la aceptación postraumática de unos individuos conscientes de haberse convertido en una historia mercantilizable. En este sentido, me atrevo a pensar que –en mi encuesta imaginaria– muchos ciudadanos del mundo no dudarían en subirse de nuevo al 571 para tener siquiera la mínima opción de pasar a la historia, por mucho que acabara comportando sepultar a una hermana o zamparse algún hígado fraternal.
Bayona ha parido, en este sentido, un producto de arte contemporáneo muy adecuado. Si la hubiera filmado Spielberg, faltaría más, ya sería una clara favorita a llevarse un buen puñado de estatuillas. Pero esto de nacer en Barcelona todavía no cotiza tanto como la pátina judía. Y mira que, de sobrevivir y de jalarnos entre nosotros mismos para tirar adelante, seguramente somos la tribu que más conocimiento atesora en todo el mundo.