Jaume Collboni se dirige a la primera reunión de la Comisión de Gobierno, este jueves. @Ayuntamiento de Barcelona

Al nuevo alcalde

Jaume Collboni afronta su alcaldía con una Barcelona en clara decadencia. La ciudad sólo podrá volver a ser una gran capital europea si vuelve a desempeñar su papel de polo cultural indiscutible del Mediterráneo.

Tras una sesión de investidura que a muchos les pareció vergonzante y estrambótica (como he dicho en otros lugares, a mí me resultó de lo más previsible y natural del mundo), Jaume Collboni gobernará Barcelona aún con más dificultades que su ilustrísima antecesora. El nuevo alcalde deberá comandar la capital con un grupo mínimo de concejales y compañeros de viaje (Comuns y PP) que tratarán de molestar tanto o más que una oposición resentida por la jubilación de sus ancianos ultrajados. Esta dificultad coyuntural podría salvarse con la metódica Colau; a saber, mediante la presencia hiperactiva y el ansia de poder omnívoro del commander in chief. Pero Collboni, le plazca o no, es un político que ha crecido en el estiércol de la partitocracia más ancestral y de quien, más allá de que fuera ungido por algunas élites barcelonesas, nadie acaba de saber casi nada.

Barcelona no es una ciudad condal, sino monárquica, lo que implica que el estado anímico de sus calles depende muy mucho de la salud política de su timonel. Antes que vaciar el Raval de camellos y patinetes ultraligeros o de pensar cómo podríamos andar en Portal de l’Àngel sin que el turismo crucerista nos deglute, Collboni deberá forjarse una imagen política que contagie a la ciudadanía de entusiasmo. Por ahora, y por mucho que nos pese, Barcelona ​​no es la ciudad más rica del mundo ni el lugar en el que hay que vivir obligatoriamente para prosperar a nivel familiar, laboral y económico. Pero nuestra ciudad, a pesar del auge de los precios del alquiler y de las incomodidades propias de un paraje global, sigue siendo uno de los mejores lugares para vivir del planeta. El alcalde debe encarnar este orgullo, agitándonos el ánimo y, a poder ser, llenándonos el bolsillo de más euros.

En cuanto a la cosa gestora, Collboni ha empezado con buen pie su camino, situando a sus dos concejales de mayor experiencia en el centro neurálgico de la ciudad (Jordi Valls en el Eixample) y en su casco histórico (Albert Batlle en Ciutat Vella). Con la conciencia empresarial en la cabeza, Valls puede ayudar a reflotar el centro de Barcelona, ​​donde el comercio tradicional permanece envejecido y el de nueva factura afectado de una cutrería insufrible. Batlle guarda mucha experiencia policial en el zurrón y ahora tendrá más facilidad en cuadrar los mandos de la Urbana, a fin de que tengan la bondad de salir a la calle a patrullar (si mi consocio del Ateneu lo necesita, le puedo pasar las plazas y las horas en las que los cacos mangan relojes a los turistas con más entusiasmo). El alcalde también ha ejercido bien prometiendo rebajar a la mitad el plazo de las obras de La Rambla y recordando a Pere Aragonès la partida presupuestaria que prometió a la ciudad.

Todo esto está muy bien y viva el buen gobierno; pero cuando hablamos de política en nuestra ciudad las cosas son más difíciles. De las gloriosas alcaldías socialistas no recordamos los presupuestos ni las aceras, sino el clima con el que Maragall (el bueno) había tintado Barcelona con aires de capital de estado. Ahora ya no vivimos en una época de fastos olímpicos y diría que para devolver a Barcelona el clima de excelencia de los 90, el nuevo alcalde tendrá que valerse de la cultura como motor (un ámbito que, dicho sea de paso, los Comuns desestimaron como si fuera de tercera, en uno de sus grandes errores). Barcelona sólo podrá volver a ser una gran capital europea si vuelve a desempeñar su papel de polo cultural indiscutible del Mediterráneo. El alcalde tiene un buen grupo de gestores culturales en el equipo, aunque su anclaje a las políticas del pasado podría ser más bien un freno.

“Nuestra ciudad sigue siendo uno de los mejores lugares para vivir del planeta. El alcalde debe encarnar este orgullo, agitándonos el ánimo y, a poder ser, llenándonos el bolsillo de más euros”

Desde esta perspectiva, Collboni tiene la oportunidad de rehacer la intelligentsia socialista cultural-olímpica en Barcelona, ​​a espera de que Salvador Illa conquiste el otro lado de Sant Jaume. Pero el país ha cambiado mucho, y Catalunya ya no será nunca la misma después de los hechos del 2017 y el auge del independentismo, por destrozada que esté políticamente dicha opción: a la hora construir una ciudad que ejerza de polo opuesto con Madrid (como hacía Maragall, que a su vez era también un muro de contención del PSOE en Catalunya), el actual alcalde lo tendrá mucho más difíciles que sus grandes antecesores y no podrá tirar del carro cultural que hasta ahora justificaba la sumisión a España. Con citas de García Lorca y recordando el boom sudamericano literario de la ciudad, no llegará ni a la esquina. Barcelona, ​​recordémoslo, es la capital de un país.

Se’t gira feina, Jaume. Suerte y etcétera.