Aunque uno intente tener una idea global de nuestra ciudad, los barceloneses guiamos toda estética en base a nuestra calle. La mía es y será la Rambla de Catalunya que, a pesar de sus espantosas terrazas y de una retahíla de tiendas igualmente horripilantes, todavía es una de las vías más bellas del mundo, centro espiritual del Eixample. Pero la lucha continúa, dirían los sentimentales, pues últimamente hemos visto cómo en nuestra Rambla se ha producido uno de los atentados estéticos más execrables del universo. Por si no teníamos suficiente con las rotulaciones absurdas de muchos establecimientos, hemos visto cómo aparecía un nuevo supermercado 24 horas asquerosamente incrustado en la Casa Heribert Pons, obra del arquitecto Alexandre Soler i March (discípulo de nuestro genio Domènech i Montaner), que muchos conciudadanos conocen como la antigua sede de la Conselleria d’Economia.
Ya tiene su coña que, según consta en el Inventario de Patrimonio Arquitectónico de Catalunya de la Generalitat, esta bella edificación (admirad las guirnaldas de rosas en los bellísimos modillones, obra de nuestro grandísimo Eusebi Arnau, que le acerca al Sezessionsstil vienés) conste como Bien Cultural de Interés Local. Digo y escribo que la cosa tiene cierta ironía, porque cuando se contempla la mona de pascua de supermercado que han incrustado en el portal de la esquina derecha uno se tiene que frotar los ojos para comprobar que no vive inmerso en una pesadilla. Si el Código Penal incluyera un atentado contra la estética, esta barbaridad debería entrar sin duda en la categoría que lleva al condenado directamente a la guillotina. El caso que reporto se ha hecho célebre porque además dicen que el establecimiento en cuestión no tiene la licencia en orden: pero cualquier procedimiento administrativo es secundario, si contemplamos dicha animalada de proporciones letales.
Antes de que el añorado Oriol Bohigas garantizase el respeto a los edificios modernistas del Eixample, de pequeños habíamos vivido asesinatos arquitectónicos auténticamente inconcebibles a ojos contemporáneos, como la mutilación de los frisos modernistas de la Casa Ferran Guardiola por obra y gracia de la instalación de rótulos de tiendas de un supuesto lujo. En nuestro barrio, decía el maestro Lluís Permanyer, todavía se puede charlar con algún portero muy veterano que había presenciado auténticas amputaciones de estatuas y grafitos de algunos edificios patrimoniales que ahora son el orgullo de nuestra ciudad y visita obligada para cualquier japonés que tenga una cámara fotográfica entre las manos. Pareciera, pues, que habíamos aprendido la lección y que nunca más deberíamos escribir un artículo rogando a las autoridades que no permitieran que nadie se meara de forma tan impune en nuestro patrimonio. Pues bien, el ser humano (y el barcelonés) certifica que es el animal que choca siempre con la misma piedra.
Ruego a los conciudadanos que tengan la paciencia de dirigirse al lugar en cuestión, porque parece increíble que alguien haya podido permitir que se atente de esta forma tan burda contra un edificio de 1909, hasta ahora ejemplo de nuestra ancestral manía por la mesura. Mírenlo bien, se lo ruego, porque la experiencia resulta parecida a disparar un acorde de novena aumentada en un madrigal renacentista. Aparte de la rotulación vomitiva y de una luz que obliga a ponerse lentes de sol, hay que aguantar la respiración mientras uno contempla los preciosos bustos femeninos del edificio —franqueados por ramos de laurel, personificación de las bellas artes— y después baja la mirada para encontrarse con los estantes rebosantes de cajas de birra y bolsitas de galletas en proceso de descomposición. Aclaro que a un servidor le da igual el origen étnico de los propietarios del supermercado; habría que encarcelarlos, aunque fueran descendientes de Guifré el Pilós y residentes barceloneses con mil apellidos catalanes.
Ruego al Ayuntamiento de nuestra ciudad que tenga piedad de nuestros ojos y haga respetar un patrimonio glorioso que no sólo sirve para exhibir la mandanga de la marca Barcelona en todo el mundo, sino sobre todo para que podamos admirar nuestra ciudad sin que nos provoque un síncope. También hay que recordar a la Generalitat que no basta con poner la etiqueta de patrimonio a nuestra arquitectura, sino que son necesarios inspectores que aseguren su estado de una forma más o menos permanente. Lo que resulta aún de más urgencia si unos propietarios reforman (sin permiso) un edificio patrimonial en medio de Barcelona y no hay ni puto Dios que se entere.