A menudo sucede que el mundo gira de una forma que no acabas de entender y, cuando cae el telón de un espectáculo, te ves yéndote en silencio y cabizbajo de una platea donde todo dios está regalando ovaciones. Así la noche del pasado jueves, mientras me largaba de la inauguración de la temporada del TNC tras ver Ànima, la gran apuesta de este año de nuestro primer equipamiento público teatral; además de volver a escuchar un musical en catalán en el Nacional después de muchos años de ausencia, lo que es de celebrar, uno llegaba al teatro con cierto orgullo, dado que nuestro país —y más en concreto, su capital— vive todavía la anomalía de contar con excelentes productores y artistas de musical nacidos en la tribu, pero que sólo pueden sufragar un espectáculo como éste en español. Hacía falta que un teatro público enmendara esta anormalidad y felicito al TNC por asumir la pérdida de pasta que conlleva dicho gesto.
Pero, ya que estábamos y que la ocasión lo merecía, el TNC podría haber urdido un espectáculo alejado del mainstream, de cierto riesgo artístico y, sobre todo, que conectase la riqueza del género con el imaginario del país para ofrecer una gran pieza local con pretensiones universalistas (el ejemplo de Mar i Cel, que pronto acabará su vida escénica, resulta aquí especialmente adecuado). Pero me atrevo a afirmar que el espectáculo de Blanca Bardagil, Oriol Burés, Víctor G. Casademunt y Marc Gómez no cumple ninguno de estos requisitos. Y lo más jodido es que Ànima cuenta con un grupo de actores-cantantes y de músicos de primera línea, como nuestra Paula Malia (una actriz que podría defender cualquier partitura en un escenario de Broadway). Pero la buena intención no es suficiente para salvar un show muy antiguo, de una ramplonería argumentativa y musical evidente, y que de nacional tiene más bien poco.
Lo que más incomoda de Ànima, y diría que el hecho es un síntoma del presente, es patentar como un equipo tan joven ha podido acabar pariendo un espectáculo esencialmente vetusto. El hecho (objetivo, créanme) comienza por una partitura, de Adrià Barbosa y de Abel Garriga, escrita tan correctamente como procede, pero de una estética de musical semi-jazzero y disneyro absolutamente desfasada. Ahora que los yanquis hace ya tiempo que han empezado a importar los tics de la música urbana a sus escenarios (el caso más notorio es el de Lin-Manuel Miranda y su escuela), sorprende que Ànima se guíe por una estética más bien noventera (del siglo pasado). Pero, incluso en estos términos, la sonoridad no acaba de fluir, porque cualquier musical debe tener hits que acaben en la memoria del tímpano del espectador y aquí, tiene coña, lo que más recuerda al oyente son instantes cómicos donde los actores… ¡hablan!
La dramaturgia de Ànima tampoco ayuda mucho. Digámoslo sin tapujos: en casa siempre estamos y estaremos a favor de importar narrativas de los yanquis… pero ¿de verdad no podemos adaptar ninguna historia de superación personal hembrista que se base en nuestro patrimonio teatral o novelístico? ¿Es necesario marcharse fuera para buscar una narrativa parecida, cuando en casa tenemos una debajo de cada piedra? Servidor no es un apologeta de la botifarra amb seques y, faltaría más, un dramaturgo catalán puede (y debe) adentrarse en la historia de un activista sirio o de un ser mitológico nipón si éste es el vehículo que más procede a lo que quiere pensar y comunicar al espectador. Pero irse a pescar una historia prototípica de superación hacia los Estados Unidos (basada, por cierto, en una idea filosóficamente nefasta como “si quieres, puedes”, que la vida no se cansa de contradecir a mansalva) cuando en casa te sobran me parece hartamente provinciano.
Escribo todo esto a raíz del musical Ànima justamente porque respeto muchísimo a sus creadores y artistas, y me duele corporalmente, pues conozco muy bien el esfuerzo titánico que implica levantar un espectáculo de estas dimensiones. No lo hago porque milite en la piel del cascarrabias ni me guste llevar la contraria por sistema o salir de los espectáculos frunciendo la nariz, sino porque pienso que la ocasión de una season premier en el TNC merecía un puñetazo reivindicativo sobre la mesa. Ello, insisto hasta la náusea, no es responsable de los creadores de una obra que, seguro, contará con entradas agotadas y la aclamación unánime de la crítica teatral-musical (éste también es uno de los síntomas del presente, que todo lo hacemos bien y que nadie suelta ninguna enmienda). La responsabilidad es de un teatro que debería haber acompañado a estos activos para producir un espectáculo único que mereciera ser duradero.
Espero cagarla y equivocarme, lo digo muy sinceramente, pero creo que éste no será el caso de Ànima. Porque con querer mucho las cosas, desgraciadamente, no es suficiente. Y disculpen las molestias.