El icónico canal de Nyhavn, en Copenhagen.
El icónico canal de Nyhavn, en Copenhagen. ©Pug Girl/ Flickr

Una ciudad en silencio

¿Sería posible no renunciar a nuestra mediterránea forma de vida pero alejando el ruido de nuestras queridas ciudades?

Mi compañera de ágora cumplió años la semana pasada y, en un ataque de locura, pensé que sería buena idea regalarle un viaje. Digo que sufrí una especie de anormalidad transitoria, algo que seguramente derive de las contingencias químicas del amor, pues como apuntaba en mi última Punyalada, hace muchos años que no sólo paso todo el verano en Barcelona, sino que también vivo absolutamente ajeno a cualquier tipo de movimiento o ruta que vaya más allá del Eixample o del Gótico.

De hecho, sólo tolero el esfuerzo repulsivo de viajar si éste conlleva visitar la única derivación internacional que tiene la Cuadrícula urdida por Cerdà, un barrio americano llamado Manhattan (o su versión más cercana, la capital del Imperio Británico). Pero va bien traicionarse de vez en cuando y pensé que en Copenhague habría poca gente, el termómetro bajaría unos grados y que quizás tendría gracia comprobar si la civilizada vida nórdica es en efecto real (desvelada y matemática lo es, ciertamente, aunque hace un calor espantoso).

Os ahorraré los tópicos de un provinciano barcelonés como servidora cuando llega a una capital donde, es cierto, uno puede dejar la bici en todas partes sin que un caco te la robe, donde la peña puede comprar pastelitos a veinte euros porque gana mucha pasta y en la que incluso el detalle más pequeño, de abrir una puerta a viajar en metro, funciona según unos parámetros de asquerosa perfección.

De momento, hemos visitado los alrededores de nuestro piso en Vesterbro (el nuevo barrio falsamente progre de la ciudad, antes zona industrial ahora gentrificada por estudiantes y creadores de apps que por la tarde beben vino blanco impostando alegría sentados en el alféizar de sus ventanas) y ayer ejercimos de guiris por lo que los cursis llaman “la Venecia del norte”, las casitas multicolor de Nyhavn y el reino indepe de Christiania (un lugar donde los hijos de los pijos han creado un espacio alternativo de aparente pseudo-legalidad para a fumar porros que, en el fondo, está mejor organizado que las UCI del Clínic). Alba hace fotos compulsivamente y parece feliz. Yo espero que llegue la hora de volver a casa.

Una de las plazas de la capital de dinamarca. © SSV / TNBP

Soy de raza mediterránea y no cambiaría el caos y la constante imperfección de mi ciudad por la pulcritud y el orden de esta máquina asquerosamente exacta donde la sensación de inseguridad no existe, en la que incluso los basureros te responden en un inglés shakesperiano, los mendigos no piden caridad sino que recogen residuos a cambio de una paguita municipal y no hay Covid porque la gente tiene la delicadeza de no tocarse. Pero debo reconocer que Copenhague me ha enamorado por un detalle por el que incluso estaría dispuesto a renunciar al combinado del Xampanyet y los horripilantes desayunos convergentes de Mauri. Esta es una ciudad donde siempre hay silencio o, dicho de otro modo, ni puto dios grita. Ayer viajamos en metro hacia uno de estos museos donde incluso los meaderos son de un diseño que uno se avergüenza de manchar con orina y dentro del vagón se respiraba una calma superior a cualquier velada musical en la platea del Palau o del Liceu. Dos días aquí y no he escuchado un puñetero grito.

Soy de raza mediterránea y no cambiaría el caos y la constante imperfección de mi ciudad por la pulcritud y el orden de esta máquina asquerosamente exacta donde la sensación de inseguridad no existe

La transversalidad del silencio en este lugar es algo prácticamente mágico. A pocos metros de casa, decenas de obreros se encuentran construyendo una nueva zona residencial y no emiten ni un solo grito mientras realizan su labor. Cuando bordeas una terraza llena de gente comiendo aquellos menús absurdos conformados por mejillones o pan con salmón (que tienen un precio similar a nuestros mejores menús de degustación, por los que deberíamos dar gracias de rodillas a nuestros chefs a diario), apenas se escucha una leve rumor de voces. Cuando ojeas una terraza en la que los vecinos del barrio ya van pasaditos de estos funestos barriles de cerveza que consumen antes de dormir, ni los ebrios vociferan. Servidor, que en Barcelona añoraba los tiempos de la Covid en que podías fumar en tu portal como en el patio de un convento y que ahora sufre el retorno de los cláxones y los insufribles acordeonistas que pueblan la Rambla de Catalunya, vive feliz paseando por unas calles donde ni dios hace ruido, por mucho estrés o amigos que acarree.

Las torres Portland, en el nuevo distrito Nordhanv , en Copenhagen. ©SSV/TNBP

Ahora mismo, cuando acabe esta Punyalada nórdica, interpelaré a cualquier peatón que nos topemos para preguntarle si su pasión por el silencio, que admiro y comparto, se explica y tiene raíz en su aparato fonológico, pues la cosa no puede explicarse únicamente en términos de educación. Ahora entiendo que, cuando uno de estos habitantes del norte entra en un vagón de Cercanías, a saber un logar donde la gente sufre la necesidad existencial de compartir su conversación con todo dios, tenga pocas ganas de entregar parte de su IRPF (o como coño se diga) a una gente tan primitiva como nosotros.

De hecho, me pregunto si sería tan difícil mantener la base de nuestro vivir mediterráneo sin renunciar al disfrute de ser algo comodones, importando no obstante esta benemérita gracia para ahuyentar el ruido de nuestras vidas. Creedme, esta gente demuestra que se puede existir sin tanto decibelio, que la economía puede funcionar sin tener que gritar como un loco para decir “ponme otra cerveza, chato”, ni desgañitarse en las reuniones de trabajo, en el metro o charlando por teléfono. Se puede vivir sin gritar, creedme.

La Rambla, en silencio y vacía durante el confinamiento. ©Marc Lozano

He visto una ciudad en silencio. Es posible. Domingo volvemos a casa, afortunadamente. Manque me pese, lo celebraré con algún que otro grito. Y alguien osó decir que algún día seríamos la Dinamarca del sur. Hay que ser cretino, la verdad…