La ópera no es solo un género único en cuanto a los contrastes estéticos; también, como altar de representación ritual de nuestra dinámica civil, todavía conforma el espacio idóneo en el que emergen las hermandades y las tensiones de un colectivo. De esta guisa, en una representación como el primer acto de Die Walküre en el Liceu el pasado viernes, se asistió a un sonoro abucheo de parte del público y también a una ovación general de las que hacen época en poco más de una hora y pico de tiempo. Empecemos por la bronca; se la llevó Víctor Garcia de Gomar, director artístico del Liceu, quien antes de la performance intentó explicar por qué la velada había acabado castrándose. Valoramos que de Gomar diera la cara (aunque, en una decisión compartida con el director musical, Josep Pons, éste debería haberlo flanqueado), pero la intervención resumió todo lo que un gestor nunca debe hacer para mitigar una crisis.
La música no salva las contradicciones, pero puede ayudar a mitigar la rabia, y más aún ante la portentosa naturaleza del canto de Lise Davidsen
Aparte de pedir excusas y bajar la mirada, cuando haces pagar una entrada por un concierto al público y te zampas un acto del mismo, tienes que ofrecer algún tipo de contrapartida a tus espectadores (y no es suficiente con el genio de Wagner y tres magníficos intérpretes). Aunque las metáforas son propias de holgazanes, la emplearemos: si alguien reserva un menú degustación en un restaurante y el chef, por falta de previsión, se salta los entrantes o el postre, va de soi invitar a los comensales a las copas. De Gomar (y Pons) deberían haber sido conscientes de que los abonados del Liceu han soportado estoicamente comprar entradas a un precio que, meses después, se ha rebajado mágicamente al 50% o que han visto modificado un cast de primeras figuras por cantantes en declive como en el caso de Lecouvreur. Excusarse admitiendo que has planificado mal (¡un concierto agendado hace dos años!) no es pedir perdón, sino exhibir demasiada desidia.
Previo a interesarse por la situación de los refugiados del planeta y también de que los sordos del universo disfruten con Beethoven, una institución pública como Liceu debería velar por sus espectadores y abonados con una propuesta coherente, patrimonialmente estimulante y, sobre todo, exenta de sorpresas last minute.
La música no salva las contradicciones, pero puede ayudar a mitigar la rabia, y más aún ante la portentosa naturaleza del canto de Lise Davidsen. La soprano noruega no sólo nació con un altavoz incorporado en la garganta, sino que salva el timbre metálico habitual de las cantantes wagnerianas con una tonalidad carnosa-lírica ideal para Sieglinde. Clay Hilley podía haber pasado como simple comparsa, pero el heldentenor yanqui se puso a la altura de la gigante a base de meterle valor. Notabilísimo, aunque escasamente cavernoso, el Hunding de Gábor Bretz.
Debido quizás a la falta de ensayos, Josep Pons dirigió la orquesta del Gran Teatre más pendiente de cubrir a los solistas que de ofrecer una lectura meditada de esta enorme cata wagneriana (a pesar de algún despiste en los metales, nuestro director ha dejado la formación en un estado mucho mejor de lo que la encontró y esto es necesario celebrarlo sin ninguna enmienda). Sin embargo, ahora que el teatro se encuentra en proceso de buscar un continuador de su labor, es necesario aprender la lección y —con la máquina a punto— contratar a un maestro que tenga la ópera como marco de referencia musical o buscar una batuta consolidada en el repertorio tradicional y una serie de guest conductors para la contemporánea o pre-clásica. La posible apertura de una nueva sala da camera para el Liceu durante los próximos años certifica que un modelo de plurititularidad no sería una idea descabellada y enriquecería estéticamente al teatro.
Pero sea cual sea el proyecto en cuestión, la prioridad de todo ello es la competencia artística. Y esto pasa por planificar bien las cosas y servir el menú con todos los platos necesarios.