El Ayuntamiento de Barcelona ha modificado el horario de cierre de las terrazas. © Natàlia Segura / ACN

Gritar

Por mucho que el Ayuntamiento se esfuerce en su ofensiva contra el ruido (con más restricciones en las terrazas de Ciutat Vella y en otros barrios) la única solución factible para paliar la contaminación acústica pasa por aprender a no gritar

Comemos familiarmente en una terraza de cuatro mesas. En la esquina izquierda, a escasos metros de distancia, una pareja y sus dos chavales se zampan un arroz. Los pequeños cucharean de pie jugueteando y su madre decide que el segundo plato resulta un momento idóneo para realizar una videollamada de diez minutos a su progenitora. Sitúa el teléfono móvil a diez centímetros de su rostro e invita a las criaturas a sumarse a la conversación. Todo ello, lógicamente, se hace gritando y perturbando el silencio del resto de comensales, que debemos hacer esfuerzos titánicos para escucharnos optando por la solución mediterránea de toda la vida; subir la apuesta y bramar aún más fuerte. El volumen de la terraza llega en breve a niveles discotequeros. Mi costilla, de sangre germánica, sentencia implacable: “En Alemania, a este grupo de maleducados los echarían del restaurante”.

No es una exageración. Nord enllà, donde la gente puede hablar sin gritar, he visitado países en los que una terraza de cincuenta comensales provoca el silbido de un riachuelo. También he visto a europeos civilizados que se levantan de una mesa cuando su bebé llora para consolar a la criatura a una distancia prudencial, e incluso civilizadísimos progenitores que enmiendan (¡incluso castigan!) su descendencia cuando se atreven a proferir una mera sílaba subida de tono.

Pensaba en todo esto cuando tuve noticia de lo que los cursis de nuestro Ayuntamiento llaman “la ofensiva contra el ruido” en mi querido barrio de Ciutat Vella, una medida que obligará a nuestros sufridos baristas a cerrar una hora antes sus terrazas, concretamente a las once de la noche (el edicto afectó primero a las calles de Joaquim Costa, Escudellers y las plazas dels Àngels y del tripi; ahora se ampliará a once vías más entre las que, cosas de la vida, no está Sant Sever) .

Entiendo perfectamente los esfuerzos de la administración municipal por salvar nuestros tímpanos, pero diría que (continuando con el idiolecto chabacano del consistorio) la revolución silenciosa que soñamos sólo será efectiva mediante un proceso espartano de reeducación. Gritar es una grosería. No ayuda a comunicarse mejor, ni nos hace más mediterráneos, simpáticos o felices.

Señora, tenga la bondad de sentar a los chavales en la mesa (si quiere que coman bailando una sardana, hágalo en su casa), llame a su puñetera madre desde otro lugar, y así podrán competir tranquilas viendo quién imposta más agudos para recordar lo guapos que están los chavales. La culpa es un lastre colectivo, y va de dicha querida conciudadana a mí mismo, que debería haberme levantado para pedirle que chapara la boca, pero también de los visitantes que se comportan en su casa mientras en Barcelona se dedican a pasear su altavoz bucal.

Gritar es una grosería. No ayuda a comunicarse mejor, ni nos hace más mediterráneos, simpáticos o felices.

Ya sé que escribo obviedades simples, pero el ruido empieza a eliminarse dejando de gritar. Este hito no pide la promulgación de una ordenanza municipal, ni el esfuerzo de nuestros concejales, ni siquiera la presencia de la Guardia Urbana con un medidor acústico en la calle de Ferlandina. Querido conciudadano, si te llaman y estás en algún lugar poblado, haz el favor de retirarte a un rincón: no me interesa tu vida, ni si finalmente te ha llegado a casa la cajonera de Ikea que te permitirá guardar correctamente tus toallas, de la misma forma que comprendo a la perfección que no te interese mi ruido en absoluto. Queridos conciudadanos, cuando expliquéis la enésima anécdota absurda o una pretensión de chiste, realizadlo en voz baja; será igual de malo y, al menos, tendrá la delicadeza de no afectar a la paz del comensal vecino y a la respectiva ingesta de un lenguado. Sólo gritan los bárbaros y la gente que no tiene nada que decir.

Y que nuestros baristas no sufran. De nuevo, los vecinos del norte de Europa nos demuestran que se puede guardar silencio y mamar con la misma y exacta alegría. Está demostradísimo.