A la editorial Rayo Verde hay que agradecerle la apuesta por publicar ensayo de calidad y, en un país donde todo el mundo habla en sordina, también el hecho de perpetrarlo a través de un catálogo que no esconde su militancia progre y anticapitalista. El buen trabajo de Laura Huerga y de su equipo ha derivado en libros necesarios (¡y útiles!) como este Arte (in)útil, del artista y escritor Daniel Gasol, premiado con el galardón de la crítica de arte 2021 de la Associació Catalana de Crítics d’Art, un texto que pone entre paréntesis nuestra acomodaticia aproximación al mundo artístico y que desnuda el discurso de poder oculto en la mayoría de instituciones museísticas del país. En un presente en el que, insisto, hacerse el ofendido es el deporte nacional y en el que la crítica ya no es valorativa por miedo a no herir los espíritus cándidos ni a reabrir heridas, hay que agradecer sin tapujos un libro que habla claro y dispara preguntas dolorosas.
La base de este arte (in)útil es conocida, parte de la escuela de Frankfurt y el análisis foucaultiano de las estructuras de poder. Gasol las utiliza para atacar la pretensión de neutralidad de los espacios de consumo artístico; primero, cuestiona la figura del museo como “cubo blanco”, poniendo también en entredicho la figura del propio receptor del arte como sujeto deliberativo (“el espectador-usuario como consumidor que asume que la institución cultural contiene arte”). Luego se adentra en la labor forzada de un artista que debe pasar el filtro institucional para entrar en un circuito malversado por las relaciones de consumo: “el trabajador o creador cultural que utiliza herramientas institucionales –de orden público o privado– necesita una validación profesional para que se reconozca su trabajo, porque es responsabilidad pública del padre Estado”. El imperativo del crítico comienza, pues por desvelar las cadenas de una relación que ha devenido putrefacta.
La base teórica del libro, no es ninguna sorpresa, también problematiza un mundo del arte esclavo de los mass media y de unos museos que, por consecuencia, miden sus logros en términos de pura audiencia y se ajustan a las demandas de competitividad de un sector, el televisivo, que se dirige por naturaleza a la masa. En efecto, la televisización del mundo del arte no surge solamente de que la estética (o anti-estética) posmoderna se afirme en las técnicas de reproducción de imágenes que podemos encontrar en las pantallas, desde la tele de siempre a Instagram, sino en la previa que el arte deba pasar por el filtro de la visualización compulsiva: “la creación artística, dice el autor, queda fagocitada por un sistema de visibilidad y legitimación no oficial para convertirse en arte: una producción centralizada desde un parámetro de poder institucional empleado en espacios variables tanto en forma como en espacio de peregrinación cultural”.
El texto de Gasol brilla sobre todo porque no se queda en la metafísica (ya conocida, insisto) y profundiza en los mecanismos comerciales del mundo del arte. Resulta penetrante la visión crítica de la figura del comisario de exposiciones, la nueva divinidad del relato artístico-institucional; “la labor del comisario se transforma en la del narrador que articula relatos oficiales desde instituciones, convirtiéndose en un trabajador cómplice de la estructura de poder que filtra relatos y mediatiza el arte como oficialidad, nación y Estado”. También me parece muy oportuna la tarea gasoliana de ironizar a fondo (y a saco) la figura del artista emergente, un esclavo de las novedades artísticas que se pliega a la institucionalización del arte a través de los formatos que se exigen en la mayoría de subvenciones (con los correspondientes dossiers de impacto y books fotográficos propios de industrias banales y cambiantes como la moda).
Tiene cierta gracia (y una buena dosis de ironía) que un texto presentado con el envoltorio editorial de la revolución siga paradigmas de pensamiento bastante ilustrados. La pretensión del autor, y no es poco, implica revitalizar la crítica como espacio de lucha contra un sistema, el del arte y el del capital, que fagocita cualquier discurso de singularidad en una máquina que va de la propia personalidad del artista a la masa de visitantes irreflexivos que pueblan los museos de Occidente. No es extraño que, en paralelo, el autor se ayude de la muleta de Adorno para enmarcar su camino en un mundo del arte en el que la estética se ha subsumido a lo cotidiano, a los objetos sin aura y, por tanto, a un universo mucho más mercantilizable. Como cualquier portavoz de la teoría crítica, Gasol dispara muchos más interrogantes que respuestas y su análisis también provoca una espiral donde todo se aprovecha para reafirmar la propia teoría.
Es en este punto, y en que Arte (in) útil tenga su origen en un texto doctoral mucho más voluminoso, que el ensayo puede generar algunas incomodidades. La tentación sistémica tiene el peligro de evaluar por igual a cualquier institución artística y de tratar al espectador diverso, incluido el más crítico, como una parte más del rebaño. Apostando por la crítica, como pide el autor, diría que como lector me hubiera gustado que el pincel del escritor fuese más preciso en su disección y que el estilo del libro se adecuara más al ensayo que a la presentación de una tesis. Dicho esto, éste es, quién sabe si a pesar del autor, un libro útil, que cuestiona los hábitos que hemos adquirido como consumidores-espectadores de arte y que todo el mundo debería leer antes de entrar de nuevo en el aparente cubo blanco que representa un museo. Debemos leerlo especialmente quienes creemos, contra el autor, que el arte es quizás uno de los más grandes inventos del capitalismo.