Aeropuerto Joan Miró

“Hay que convertirse en un catalán internacional”, decía Joan Miró cuando se dirigía hacia París en 1919, pocos años antes de que Ernest Hemingway adquiriera su cuadro La Masia (comenzado en Mont-Roig y acabado en París) ganándolo jugando a los dados a un marchante. La versión daliniana de este propósito expansivo (una vez expulsado de Madrid y familiarizado con París) fue su conquista de América, llenando el imaginario mundial de rocas del Cabo de Creus. Y Picasso, también aburrido de Madrid, conoció antes los Quatre Gats y la Exposición Universal de Barcelona que el Chat Noir y la Expo de París. Los tres habrían podido merecer bautizar el aeropuerto de El Prat, si es que El Prat es un nombre realmente insuficiente, pero sólo Miró tiene un mural en la fachada de la Terminal 2 y sólo él tenía como intención, con este mural y con la escultura Dona i Ocell y el mosaico del Pla de l’Ós en la Rambla, de dar la bienvenida a los visitantes que llegaran a la ciudad por tierra, mar o aire.

Saber esto ya es suficiente para considerar un despropósito poner otro nombre en el aeropuerto que el de Joan Miró. Sumémosle que, de los tres artistas mencionados, él es quien más cielo tiene en los ojos (Picasso es demasiado terrenal y Dalí no es tan angelical como se autoproclama) y quien más identificación popular tiene con la cromática mediterránea. Picasso sirve para hacer el símbolo universal de la paz, Dalí sirve para realizar un mapa de los sueños y Miró sirve para mirar el cielo. Observas un cuadro de Miró y devoras el azul, entiendes el azul, respiras el azul, sientes el blues de Duke Ellington. No quiero hacer de analista pictórico, sólo quiero dejar patente el sentido total que tendría que el aeropuerto más internacional de este pedazo de Europa llevara el nombre de un catalán universal como él.

Dicen que Dalí ya tendrá la estación de la Sagrera, mirando hacia Perpinyà, pero me temo que no puedo fiarme de las promesas de una ciudad que nunca se ha atrevido a dedicarle ni una sola calle (a diferencia de los otros dos pintores) y que todavía tiene las obras de esta estación sin terminar (mientras va terminando tranvías por la Diagonal que nunca ha votado nadie). Podíamos hacer esto, podíamos ser abiertos y universales, y al mismo tiempo evocar un arte, una mirada, una cosmogonía, tan genuina y singular como dirigida a romper todos los límites. Podíamos transformar nuestro aeropuerto en un icono, en un símbolo fácilmente identificable, en un manifiesto de intenciones. Podíamos hacer todo esto, o podíamos ser provincianos. Hacer de provincia, quiero decir. Bautizar el aeropuerto con un nombre que nadie fuera conoce y que, dentro, nadie menciona. Mirar hacia adentro, pero hacia lo más pequeño y testimonial de nuestro adentro. Además, podíamos hacerlo sin ninguna consulta popular ni sin ninguna negociación entre administraciones, de aquellos diálogos de los que tanto se llenan la boca cuando mencionan la gran colaboración público-privada y público-pública y privado-privada durante los añorados Juegos Olímpicos: podíamos, en definitiva, decretar el nombre de Aeropuerto Josep Tarradellas. Y efectivamente, ciudadanos de Catalunya: ya está aquí.

Mencionaré sólo brevemente las consideraciones políticas, que son bastante evidentes: el decreto del cambio de nombre obedece de forma clara, directa e incluso obscena a dejar claro a todos los catalanes del 2017 que lo máximo que pueden aspirar es a una autonomía condicionada como la que se “pactó” en 1978: es decir, poner el contador bajo cero. Hasta aquí, la consideración política.

Ahora vamos a conceptos que todo el mundo puede entender, piense como piense: Charles de Gaulle, en París. John Lennon, en Liverpool (con “above us only sky” como lema). Ferenc Liszt, en Budapest. Simón Bolívar, en Caracas. Konrad Adenauer, en Colonia/Bonn. Cristiano Ronaldo, en Madeira. José Joaquín de Olmedo, en Guayaquil. José Martí, en La Habana. John Fitzgerald Kennedy, en Nueva York. Cuatro de Fevereiro, en Angola. Jorge Chávez, en Lima. José María Córdova, en Medellín. Ástor Piazzolla, en Buenos Aires. Augusto César Sandino, en Managua. Benito Juárez, en Ciudad de México. Josef Strauss, en Múnich. Pierre Elliott Trudeau, en Montreal. Jean Lesage, en Quebec. Kigsford Smith, en Sidney. Marco Polo, en Venecia.

Josep Tarradellas, en Barcelona. No tengo más preguntas, señoría.