Todo lo que la clase media vivía como normal ahora se desestima en tanto que lujo de unos pocos privilegiados. ©Isaac Planella

Vivir con 3.000 euros

Es verdad. Vivir en Barcelona con 3.000 euros implica andar justito de dinero.

El alcaldable convergente Xavier Trias ha dicho que un barcelonés con 3.000 euros de sueldo tiene problemas para llegar a final de mes. Las declaraciones son noticiables, no sólo porque Trias haya esperado varios meses de esta pesadísima precampaña municipal para compartir algo mínimamente inteligente y objetivable con su electorado, sino también por las reacciones de manual y parvulario económico de sus opositores.

Si perpetramos algo tan boomer cómo coger papel y lápiz, veremos por ejemplo que un barcelonés tresmileurista, en caso de habitar un piso de alquiler, se enfrentará a un precio medio que el año pasado alcanzó los 1.077 euros mensuales (datos del Incasòl). Supongamos que, aparte de tal desdicha, el ciudadano tenga la tara de ser autónomo y desembolse el robo mensual que representa una de las cuotas más altas del planeta (con un mínimo de 300 euros), cifra a la que Hacienda tiene la gracia de añadir pagos trimestrales y, of course, un cúmulo de sanciones en caso de combinarlos con una nómina fija.

Esto pone de manifiesto que nuestro barcelonés tresmileurista ya habrá perdido la mitad de su mesada sólo por el hecho de ejercitarse en la temeridad de vivir con un techo por sombrero y dormir sabiendo que el estado no le detendrá, a pesar de hurtarle una pasta indecente. Supongamos, que no es demasiado suponer, que este conciudadano quiera disponer en casa de una serie de lujos de primer mundo como luz, gas, calefacción o incluso Wi-Fi.

Y supongamos que, barcelonés de pro, tenga la temeridad de alimentarse con las extraordinarias viandas que le procuran los magníficos paradistas de cualquier mercado de un barrio al azar. Que todo el mundo haga sus cálculos y variables, pero verá rápidamente cómo, del sueldo de este tresmileurista, ya sólo queda un tercio. Para seguir suponiendo, imaginemos que este nuestro bípedo barcelonés se cura la desazón existencial como la mayoría de la humanidad (a saber, procreando): pues bien, según Mr. Save The Children, criar a un hijo en Catalunya representa un total de 829 pavos cada mes.

Con una simple y contrastada suma de techo, deberes del contribuyente, progenie y estómago, vemos que a este (supuestamente) privilegiado tresmileurista barcelonés le quedan, a lo sumo, de trescientos a quinientos euros mensuales. No hemos mencionado ningún desembolso relativo al transporte o al material que se necesita para currar; aunque se salve el gasto, nuestro supuesto millonario dispone de una mínima suma para volcarla en actividades que, en tiempos de bonanza, no se consideraban ningún lujo (como pagarse un gimnasio, cenar con la costella en Gresca, o pirarse a Londres para cantar a pulmón las pegadizas melodías de Mamma Mia!).

Se pueden hacer todas las tesis doctorales del mundo sobre la ficción que representó a la clase media de los 90 y la metafísica que se quiera sobre cómo la ciudad se ha convertido en una comunidad enfermizamente regida por el consumo. Pero, por mucho que pese en los demagogos, un barcelonés tiene serias dificultades para vivir en su ciudad con 3.000 pepinos mensuales.

Esta realidad incontestable no quita ningún valor de verdad a que un barcelonés con el salario medio de la ciudad (cerca de los 1.800 euros) no viva igual o aún más puteado que nuestro protagonista hipotético. Como tampoco quita relevancia alguna a las penosísimas dificultades vitales que experimentan la mitad de asalariados de nuestra capital, que respiran con la cifra irrisoria de 1.400 euros. La política no es una carrera para ver quién está más jodido, sino una lucha de proyectos que busque el mejor sistema cultural-económico para incentivar el bienestar de los electores.

La política no es una carrera para ver quién está más jodido, sino una lucha de proyectos que busque el mejor sistema cultural-económico para incentivar el bienestar de los electores

Disculpándose cobardemente de su afirmación (aduciendo que se refería a 3.000 euros de ingresos familiares), Trias no ayuda a superar el marco mental de una ciudad en la que uno vive más orgulloso de subsistir en la casi indigencia que de buscar alternativas para prosperar. Que Trias acabe pidiendo perdón con la boca pequeña implica que en Barcelona, ​​pese a quien pese, ha triunfado el discurso de Ada Colau donde todo lo que la clase media vivía como normal ahora se desestima en tanto que lujo de unos pocos privilegiados. 

Era previsible que la izquierda de la ciudad continuaría con la demagogia contrastadamente falsa, según la cual se puede dibujar un barcelonés con 3.000 euros en el zurrón como privilegiado (dicho sea de paso, éste es un sueldo bastante inferior al de la mayoría de concejales del Ayuntamiento que sostienen la falsía), como también era esperable que la mayoría de los políticos que aspiran al Ayuntamiento no se cansarían de mentir a los ciudadanos de Barcelona más empobrecidos, diciéndoles que a base de ayudas públicas o con cheques venezolanos para comprar libros y plumieres abandonarán la marginalidad económica.

Estamos contemplando escenas auténticamente delirantes, como un político de la experiencia de Ernest Maragall prometiendo un salario mínimo de 1.500 euros. Triste de ver, especialmente para los afectados. Sorprende, insisto, que no exista un candidato que rompa la norma ni las falsedades económicas de la actual administración, que ha tenido un éxito bastante fácil de comprobar, viendo cómo los barceloneses se están exiliando en masa de su queridísima ciudad

Falsarios que promueven políticas desfasadas y aparentes alternativas que hablan con la boca pequeña. Un motivo más, por si teníamos pocos, para abstenernos en las próximas elecciones.