El emblemático centro de El Corte Inglés en Plaça Catalunya.

El Corte Inglés y los caramelos Churchill

Entro en El Corte Inglés de la Plaça de Catalunya a echar un vistazo. Es el único gran almacén abierto ahora y, desde la pandemia, no he vuelto a entrar. El de Francesc Macià ya está cerrado y, a menudo, en la azotea, ves a algún operario que debe de estar limpiando.

Todas los mostradores de perfumes, cada uno de una marca concreta, bisutería y bolsos, en la planta baja, están perimetrados por una cinta. No sabes si puedes atravesarla. No sabes, tampoco, si puedes hacer lo que se suele hacer —lo que se solía hacer— siempre al mirar ropa. Pasar los dedos, distraída y atentamente a la vez, por las prendas colgadas. En la tiendecita de las gorras, pregunto si puedo probarme una boina, para mi hija, que tiene que disfrazarse de gángster de los años 30. La empleada me da un protector para la cabeza, como esos, transparentes, para los tratamientos de piojos, y me dice: “Sube a la planta ocho, que hay disfraces”. Me voy a buscar las escaleras. El Corte Inglés me trae algunos recuerdos.

El primero, de pequeña. Vivíamos en un pueblo, Santa Eulàlia de Ronçana (es el primer pueblo con un caso de Clembuterol en Catalunya) y el hecho de ir a Barcelona era excepcional. Íbamos a dar de comer a las palomas de la Plaça Catalunya, como regalo de cumpleaños y a ver la decoración navideña de El Corte Inglés. Mirábamos un rato y ni siquiera entrábamos en el edificio, que nos intimidaba. Luego, volvíamos a la oscuridad del pueblo.

En la planta de los disfraces también veo lo que era la agencia de viajes, ahora cerrada. Hay un Batman, una Blancanieves… Poca cosa. Más allá, muebles de jardín muy rebajados. Tumbonas, una mesa de plástico con tres sillas… Bajo a la planta de la ropa de casa. Esto me lleva a otro de los recuerdos. La feria de Alimentos de Europa, que hacían siempre allí. Era mi paraíso. Iba siempre. En 2003 escribí una crónica para el diario El País, donde entonces trabajaba. La titulé Los alemanes pepinos polacos. Cada estante estaba señalado con la bandera del país, pero, aún así, las trabajadoras paseaban con mapas para orientar a los compradores. A mí me gustaba preguntar. “Perdone… ¿Podría indicarme donde está Polonia?”.

La feria de Alimentos de Europa, uno de los clásicos de la casa.

Antes de la globalización, ir a Andorra a comprar quesos, ir a Londres a comprar discos, ir a Bélgica a probar cervezas desconocidas era una aventura. Pasabas la frontera y te encontrabas con un paraíso de comida desconocido. Ahora tiene poco sentido una feria de Alimentos de Europa, lo puedes comprar todo por Internet, hay tiendas especializadas, pero a mí me encanta, me sigue encantando, siempre me encantará. Me gusta ver tarros y latas de diferentes lugares en el mismo lugar. Había pepinos a la polaca, cerveza Heineken holandesa, bastoncillos de amapola daneses, sardinas portuguesas, comida hindú hecha en Inglaterra, berenjenas griegas, vodka ruso… Marcas divertidas, como las aceitunas de Grecia Phartenon o los caramelos ingleses Churchill…

 

Observo las colchas, las cortinas, las fundas nórdicas. Las clasificaciones de las sábanas: la bajera, la encimera. Recuerdo el anuncio de Pikolín explicando la “novedad” de “los cuatro puntos de ajustes”. Me gusta muchísimo ver camas hechas, con sus almohadas, como si fueran de alguien. Quizá podría comprar una colcha. Ninguna me gusta lo suficiente, todas me gustan lo suficiente. Comprar una colcha querría decir que todo está bien. Que no te hace falta nada imprescindible, que haces la cama, que te gusta meterte en ella, que en casa no se sorprenderán de este gasto inútil. ¿He comprado una colcha alguna vez? Me parece que no. Siempre me las han regalado.

La Cursa El Corte Inglés
La salida de una de las ediciones de La Cursa de El Corte Inglés.

Otro recuerdo, el tercero: yo era una joven hippy. Hice de Papá Noel en El Corte Inglés con dos hippies más. Estábamos en la puerta y recibíamos niños. Nos pagaban muy bien. Tanto que, emprendedores, fuimos a ofrecer nuestros servicios, una vez acabada la campaña de Navidad, a la Cadena Los Tigres. Allí hicimos de tigres. También nos pagaron muy bien.

Voy hacia la planta de las libretas. Si las veo, me las compro. De todo tipo. De espiral, de cuadritos, blancas, de viaje… Promesas de buena letra y de, sólo, apuntar frases de novelas e ideas importantes. Esto me lleva al penúltimo recuerdo. Cada año, por Sant Jordi, uno de los lugares donde firmas es El Corte Inglés. El de Catalunya y el de la Diagonal. La preciosa voz que anuncia a los escritores es la de la admirada radiofonista Margarita Blanch (que también anuncia la Semana Fantástica o el Curso de sardanas). Normalmente, El Corte Inglés de la Diagonal, más lejos del centro, es el último de la mañana, porque el desplazamiento hasta el sitio donde comer es más largo. Tras firmar, siempre, te regalan un bolígrafo en un estuche. Los tengo. Guardo este tipo de cosas.

Estoy, de nuevo, en la planta baja. Salgo por la puerta que da al Portal del Ángel. El último recuerdo: La Cursa de El Corte Inglés, que he corrido siempre que he podido. ¿Volverá?

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