Una visión de Lisboa

Lisboa tiene misterio. Lo mejor es contemplarla inmóvil, un domingo por la tarde, desde un mirador. Quizá desde el Bairro Alto encendido por la puesta, rosado. Entre los rectángulos de las edificaciones os reclama la atención la circularidad de la cúpula de la Sociedade de Geografia de Lisboa, con el lucernario para mirar el cielo, y el cementerio ahí mismo. Y allá, el castillo de São Jorge, con la piña de casas del barrio de Alfama, escalonado hasta el río

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isboa dulce y abarrocada, un punto laberíntica, misteriosa… Hay tres ciudades que tienen un mismo aire, en la Europa meridional: Nápoles en medio, y Estambul y Lisboa, en uno y otro extremo. Son ciudades literalmente entrañables, algo orientales, hinchadas de vida en su bienestar ya pasado. Pero es como si supieran que el bienestar más perdurable es, justamente, el sentirse bien, la conciencia de la propia personalidad.

No son ni ciudades muertas ni ciudades abandonadas. Son ciudades habitadas con estima, ciudades de una gran humanidad, con mucha circulación de sangre

Estas tres ciudades -Lisboa, Nápoles, Estambul- tienen carácter, una fuerte identidad que les viene dada por la conciencia de la muerte que desde siglos las ha ido amenazando. Son ciudades con una fisonomía que se tambalea, con una arquitectura que el tiempo ha ido carcomiendo, pero con una gente que vive con la desazón de tener que dar fe de vida de manera constante.

Sus habitantes se sienten orgullosos de ser, pero también saben que la elegancia interior es la más importante, que no hay mejor manera de aparecer en el mundo que siendo tal como se es, con toda naturalidad. Por eso los que viven ahí gritan y gesticulan tanto: para imponerse  visiblemente a la materia inerte que el paso del tiempo desconsidera. No son, en este sentido, ni ciudades muertas ni ciudades abandonadas. Son ciudades habitadas con estima, ciudades de una gran humanidad, con mucha circulación de sangre.

Lisboa tiene misterio. Lo mejor es contemplarla inmóvil, un domingo por la tarde, desde un mirador. Quizá desde el Bairro Alto encendido por la puesta, rosado. Entre los rectángulos de las edificaciones os reclama la atención la circularidad de la cúpula de la Sociedade Geográfica, con el lucernario para mirar el cielo, y el cementerio ahí mismo. Y allá, el castillo de San Jorge, con la piña de casas del barrio de Alfama, escalonado hasta el río.

El río, al amanecer y al atardecer, se disfraza con una niebla incierta. El horizonte terrenal, de esta manera, llega a confundirse con el del océano. El mundo no tiene fin… El sueño es dilatado, eterno. La sensación de abismo acompaña todos los finisterres

Lisboa es, en este marco, un lugar privilegiado. Junto al Atlántico abierto, al abrigo de una u otra colina de las siete -como en Roma- en que ha crecido la ciudad. Tierra firme junto al mar. ¡Qué seguridad no da y no ha dado esta privilegiada situación!… Una ciudad en un estuario es una ciudad que ha de entenderse en tierra más o menos estadiza, en ubicación más o menos provisional.

Lisboa The NBP
Tranvía de Lisboa, foto d’Annie Spratt

Desde el mirador del Bairro Alto, la capital portuguesa es una ciudad de casas que se tocan a lo largo de una superficie muy dilatada, con protuberancias, irregular. Montada sobre siete colinas como Roma, sí, Lisboa es una ciudad muy extendida, que no ha podido crecer más allá del río que le hace como de mar. En este mar en que se pone el sol que la imaginación invita a seguir, occidente allá…

El río, al amanecer y al atardecer, se disfraza con una niebla incierta. El horizonte terrenal, de esta manera, llega a confundirse con el del océano. El mundo no tiene fin… El sueño es dilatado, eterno. La sensación de abismo acompaña todos los finisterres y Portugal es uno de ellos, de punta a punta. En estos espacios, es fácil que el vértigo se apodere de los pobres mortales. Fatigados por la gris brumosidad, por la incertidumbre exterior, se dan a la trascendencia soñando. Soñando ¿qué? “Mundos que brotan y mundos que ya han huido”, tal como lo veía el iberista Joan Maragall.

Para defenderse de la irrealidad, sin embargo, parece que en Lisboa cada cosa está en su sitio. El visitante se lo va encontrando todo, si es que se ha querido perder a pie, sin planificación. La ciudad es más ancha que alta: parece todavía dominada por el miedo de crecer demasiado arriba…

¿El recuerdo del terremoto? Es fácil creer que el inconsciente colectivo puede transmitir prevenciones durante generaciones y generaciones. Es lo que ha pasado con los lisboetas, desde mediados del siglo XVIII hasta hoy. En la Europa ilustrada, la Europa del optimismo histórico y de la racionalidad, el hecho de que la tierra se quejase poniéndolo todo patas arriba causó un gran efecto. Voltaire mismo hizo de ello categoría…

El terremoto del día de Todos los Santos de 1755 está tan presente en la memoria de Lisboa como en Nápoles las efusiones del Vesubio que acabaron con Pompeya. El gran desconcierto dio paso a una solemne relatividad. Es una relatividad llorona, de gato escaldado. Más preventiva que equilibrante. El presente, aquí, apenas nunca ha podido disfrutar de más crédito que el pasado. Lisboa, Portugal entera, es una realidad terrestre que se fundamenta en el ayer y en el allá…

En Lisboa se ha alargado hasta hoy la vigencia del barroco. Y no necesariamente porque el barroco fuera la estética de los años de esplendor imperial. Ni tampoco porque el racionalismo confiado hubiera recibido el golpe mortal de aquel terremoto venido sin previo aviso ni posterior explicación racional. No. El barroco es vigente en Lisboa porque esta estética recargada todavía es un estado de espíritu, una emanación vital. Como el fado, la canción de la nostalgia.