En el que la alegría del reposo se mezcla con la angustia insufrible del tiempo libre. Últimamente, cada domingo, cuando me levanto de la cama, me asalta un cierto pavor –me asalta el nervio, que dirían los cursis barceloneses– y paso las dos primeras horas de la mañana envuelto sobre mi propio estómago, casi en cuclillas. Disimulo el dolor con la primera pastilla del día –cinco miligramos– y un paseo hacia can Brunells, que sigue regalándonos uno de los mejores cruasanes de Europa. Hace pocos años, domingo era mi día favorito: vivía el día entero en la biblioteca del Ateneu, enzarzado entre volúmenes de Xènius, oxigenándome la cabeza con la New York Review of Books y proyectando libros que nunca he escrito. Ahora, quizás a causa del repulsivo chantaje de la vida conyugal, el domingo es un día para escucharse, realizar alguna actividad cultural (ecs) o, simplemente, evitar la masa turística quedándote en la esfera de la república independiente de casa.
Pero este domingo lo intuyo diferente. A pesar de algunas brumas bajas en el tercio norte, las previsiones meteorológicas cuentan que el cambio climático se impondrá y podremos notar un calorcito propio de lo que antes solía ser inicios de julio. Ahora que me siento creativo, carinyo, quizás podríamos ir a hacer el primo a la playa de Sitges, que total con la Renfe son más o menos tres cuartos de horita, visitar el Museo del Cau Ferrat, su vomitiva estética modernista y, acto seguido, qué tal si nos cascamos un arrocito (malo) a cuarenta pavos por barba. O casi mejor algo sencillo; alargamos el desayuno y luego nos dejamos caer (ecs) hasta la Barceloneta, pasando por Ciutadella, así podemos chotearnos de los runners y reflexionar un rato sobre cómo la ciudad, rebosante de expats y de gente enrollada en general, se está identificando con su propia distopía. Con todo esto, minuto más minuto menos, te descuidas y ya daremos al mediodía por muerto.
Cada domingo, justo después de comer, ya tengo la angustia lo suficientemente mitigada. Llega, por tanto, el único invento de los españoles que resulta óptimo importar. Mañana nos regalaremos una siesta titánica, de pijama y orinal, un auténtico homenaje de aquellos que te despiertas con el flequillo mirando a Argelers y la piel ablandada y mantecosa como un melindro. En casa, para hacerlo menos chabacano y un poco más “de país”, disimulamos las ganas de desaparecer un rato haciendo ver que leemos. Con tal de llegar al nirvana, los autores catalanes nos ayudan muchísimo: últimamente, los novelistas septuagenarios escriben unos mamotretos de más de mil páginas que te dejan knockout en veinte folios, y nuestros filólogos se han sumado a la fiesta de los kilogramos con biografías que estudian incluso dónde Josep Pla compraba los calzoncillos. Alabados sean y que el Departament de Cultura se lo pague. Abriendo los ojos, saludamos a la tarde.
Ya desvelados, empezaría ser el momento de hacer un balance del día, quién sabe si mientras perpetramos una segunda ducha. No podremos evitar un cierto lamento por haber caído en la desidia de la siesta, comentando con la costella que podríamos haber aprovechado la tarde para visitar la expo Suburbis del CCCB, una cosita óptima, visto que los socialistas están a punto de volver a determinar los designios de la cultura (de hecho, no han abandonado la trona durante cuarenta años). También podríamos haber ido a asomarnos a la Feria de Abril, pero sólo necesitamos la ayuda inestimable de Google para saber que la cerraron el pasado domingo, ya ves tú qué lástima, con la alegría que me provoca el flamenco. Serán las ocho de la tarde y es hora de ponernos en marcha; unos amigos nos reciben en su casa justo a la hora de los primeros sondeos. Debemos aportar un vinito o algún queso decente. Nada, tranquilos, que con un pantumaca ja n’hi haurà prou.
A partir de ahí, todo serán alegrías, especialmente cuando contemplemos la hostia monumental que se meterán nuestros propios, Los héroes irán cayendo a medida que avancen las horas, los funcionarios grises volverán al poder y, al fin y al cabo, Catalunya será como un domingo, deliciosamente espantosa, adorablemente ridícula. Y la gente del sur del país, dada la probable combinatoria de fuerzas progresistas, podrá librarse por fin de ésta horterada del Hard Rock. Por mucho que no lo entiendan, con su previsible fracaso, nuestros amigos serán más felices lejos del Parlament, y así podrán dedicarse a escribir cosas bellas. Nosotros volveremos a casa justo cuando empiece el lunes y el régimen (el del 78, no el alimentario) se crea aún vigente. Respiraremos tranquilos, al fin y al cabo, porque al menos nos hemos ahorrado la gracia de participar en toda esta gran farsa.
¡Qué ganas tengo de domingo, por primera vez en mucho tiempo!