La Cenerentola
'La Cenerentola' en el Liceu, donde podrá verse hasta el 1 de junio. ©A.Bofill

Preciosismo y poder de ‘La Cenerentola’

Ráfagas de canto apasionado y un mecanicismo falsamente naïf caracterizan una producción de altura, con el destacado protagonismo de la 'mezzo' Maria Kataeva y espectaculares números de conjunto

En la recta final de una temporada generosa en alicientes no sólo operísticos, el Gran Teatre del Liceu ha estrenado una versión de La cenerentola de Gioacchino Rossini que cuenta con la cautivadora puesta en escena de Emma Dante. La fábula, que durante siglos —en contextos bien diferentes, y con variaciones— fue oralmente preservada, acabaría fijada en diversas antologías, como la de Charles Perrault. Conocedor de la misma, Jacopo Ferretti, que tuvo que redactar el libretto a contracorriente, optó por sustituir algunos de sus elementos más icónicos. Desaparecen, por ejemplo, las escenas de probatura de los zapatos, a causa de la prohibición de exhibir en escena un pie de mujer desnudo (aún será verdad eso de que nuestros antepasados experimentaban una cierta emoción al ver subir a las mujeres a un tranvía, cuando la falda se levantaba palmo y medio del suelo).

El poder de la imaginación permanece deliciosamente inescrutable, bendecido si acaso por los avances de la neurociencia. La incitación bioquímica se alía con la fantasía de forma imprevisible, y así el cambio de elementos icónicos parece no perjudicar a la trama, siendo compensado con otras instancias narrativas, como es la presencia una música trepidante, que confirma a la vibración sonora como una de las herramientas que más eficazmente ponen en marcha el mecanismo psicofisiológico de la emoción

Tampoco hay, en La cenerentola de Rossini, rastro de la asombrosa transformación de la carroza en calabaza, el hada madrina cede el espacio al personaje del tutor Alidoro —la magia es sustituida por un señor juicioso, que encarna la experiencia y la sabiduría, como el mozartiano Don Alfonso— y la madrastra a su vez es reemplazada por un iracundo padrastro —de nombre Don Magnifico, irónicamente— cuya violencia incomoda por encarnar asimismo el elemento buffo, que en gran medida comparte con el personaje de Dandino. Un personaje sorprendente, que inevitablemente nos remite al de Leporello —en otro dramma giocoso, no menos memorable— y que se presta a suplantar al príncipe —aquí, Don Ramiro— para que descubra si el amor de sus pretendientas es verdadero o animado por su posición de poder.

La música de Rossini vehicula ese intento de vuelo a través de la oscilación entre repetición y diferencia, en una evolución de los  materiales in crescendo, paradigmáticamente frenética

El desdoblamiento o juego de espejos, una de las bazas más funcionales en el despliegue de la mimesis, potencia desde la alternancia la identificación con los caracteres. Una dialéctica tragicómica, que muestra diferentes vertientes de nuestro propio ser. Somos el príncipe y el vasallo, la hermana egoísta y la generosa, el cisne negro que podría explotar su belleza en la ocasión propicia. Somos sujetos potencialmente libres, intuyendo que en esa autonomía radica parte esencial de la realización personal, pero también estamos sujetos a engranajes internos, de los que se es sólo parcialmente consciente, rara vez responsable. 

La puesta en escena de Emma Dante encandila desde el inicio de La cenerentola con la proliferación de engendros mecánicos o simulacros —bailarinas y bailarines salidos de sus cajas de música— que rodean a los personajes protagonistas, ensayando los mismos gestos, y que deben conducirlos de un estado de sumisión o soledad a la plenitud del amor. El resorte, clave o cuerda que pone en marcha el mecanismo de esas copias de uno mismo, funciona como recordatorio de la dependencia energética, que la quimérica noción de perpetuum mobile desafía, como constructo remoto de aquella noción metafísica —la de motor inmóvil— que antiguamente definía a Dios.

Las tesis mecanicistas que derivan del cartesianismo —y la consiguiente fiebre por los autómatas hasta la robótica, en la actualidad— explicitan las aspiraciones humanas más elevadas, aquellas dirigidas hacia una infinitud que si bien es concebible mediante el pensamiento, se halla condenada a la frustración material. Como un eco imposiblemente casual, la música de Rossini vehicula ese intento de vuelo a través de la oscilación entre repetición y diferencia, en una evolución de los materiales in crescendo paradigmáticamente frenética, que alterna el lirismo del canto legato con la interrupción recurrente del staccato. Ese carácter compulsivo cabe hallarlo en la máquina —diseñada o programada, pero que eventualmente se bloquea o descoyunta— así como también en el ser humano; en principio libre, pero semiconscientemente confinado en hábitos que amenazan con reducirlo a un ser previsible, sin posibilidad para la acción genuina, incondicionada, original. 

Instante de 'La Cenerentola' de Rossini en el Liceu, con una cautivadora puesta en escena de Emma Dante. ©A.Bofill
Instante de ‘La Cenerentola’ de Rossini en el Liceu, con una cautivadora puesta en escena de Emma Dante. ©A.Bofill

La cuestión de la originalidad se problematiza cuando la copia se erige en síntoma de la imposibilidad de aquellas legítimas aspiraciones, ya sean metafísicas o estén implicadas en la creación de un logos poético propio. Casualidad o no, en la música de Cenerentola resuenan pasajes prácticamente idénticos a los que Rossini concibió poco antes para su Barbiere, justificados autopréstamos por la solicitud de una ópera compuesta con premura, pues tenía fecha de estreno antes de ser siquiera acabada, programada para el carnaval romano de 1817. Aunque aquellos recursos funcionan mejor en el original, con una espontaneidad y frescura que se echa en falta —convertidos aquí en formulismos con aire a cliché—, la Orquesta del Liceu, bajo la dirección de Giacomo Sagripanti, ofreció un rendimiento convincente, tanto en los pasajes protagonistas como en su rol acompañante.

La habilidad de Rossini como artificiero sobresale en los números conjuntos para placer de oyentes y cantantes, inmersos en un fuego cruzado de intereses que celebra la dimensión del imbroglio

Así, a pesar de que el regusto a déjà vu musical impregna buena parte de la obra, especialmente memorables son los números conjuntos, en los que la habilidad de Rossini como artificiero mayor sobresale para placer de oyentes y también cantantes, inmersos en un fuego cruzado de intereses que celebra la dimensión del imbroglio. El tenor Javier Camarena ha expresado que la música de Rossini “siempre está en correspondencia con emociones y, cuando uno logra entender esta amalgama, se disfruta, se divierte”. En el papel de galán, siempre bien recibido por el público del Liceu, no decepcionará en su nueva convocatoria. Como tampoco el Alidoro de Erwin Schrott, cuya imponente seriedad contrasta con el incontenible bufón que Paolo Bordogna sensacionalmente representa, Don Magnifico. 

Los números conjuntos destacan en 'La Cenerentola' en el Liceu. ©A.Bofill
Los números conjuntos destacan en ‘La Cenerentola’ en el Liceu. ©A.Bofill

Por encima de todos, destaca sin embargo la mezzo Maria Kataeva, dueña de un magnetismo tímbrico y escénico que se traslada en su canto, y a través de la identificación con el bondadoso personaje que encarna. El director artístico del Liceu, Víctor García de Gomar, ha señalado que esta versión de la conocida fábula, evocadora del preciosismo estético del ballet y de las creaciones mecánicas, revela asimismo los aspectos sombríos del ser humano. Y es que, incluso si no hay atisbo de corrupción en el dúo de los protagonistas, se desliza la inquietante posibilidad —presente en las grandes producciones que abordan la cuestión del mecanicismo, Blade Runner ejemplarmente, con el remoto e influyente caso de El hombre de la arena— de que cualquiera podría estar siendo víctima de resortes ajenos, enamorado de una fantasía, sea ésta la idea de amor o de libertad. O, más perverso aún, de la idea de un amor libre, especialmente problemática desde el condicionamiento tristaniano que acompaña a toda verdadera pasión.

Las actuaciones de los participantes en la presente producción tornan creíble la trama por su caracterización manifiestamente artificiosa. No solo la corte de acompañantes de la cenicienta y del príncipe son bailarines-autómatas con su llave en la espalda, sino que los Don Magnifico y hermanastras, entre crueles y ridículos, acabarán doblegándose a la superioridad moral de la sometida —su verdadero poder–-, liberada de lastres en el momento en el que ofrece clemencia y amor por vendetta.

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