El campanario de la iglesia del Pi, en el barrio Gótico de Barcelona.©V. Zambrano

Las campanas doblan para mí

Contrariamente a lo que había creído cuando era joven, el sonido de los campanarios barceloneses es uno de los mejores patrimonios de nuestra ciudad

Crecer consiste parcialmente en amar todo lo que habías menospreciado de joven. Durante muchos años, quizás debido a mi condición urbanita y notoriamente anticlerical, me parecía incomprensible la pervivencia del sonido de las campanas en las iglesias de Barcelona. Entendía que algún nostálgico quisiera mantener tal anormalidad sonora en los pueblos y lugares más recónditos de lo que los cursis llaman “el territorio”; pero me parecía un hábito espantoso conservar ese cling-clong obsesivo y ruidoso en los barrios civilizados de una capital mediterránea con ínfulas del primer mundo. Incluso recuerdo algún artículo adolescente (y por tanto imbécil) que había escrito cuando el Govern, o alguna otra instancia que ahora no recuerdo, había propuesto los campanarios del país como candidatos a Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco. Ya me diréis si uno puede llegar a ser tan necio.

Cuando aterricé en las calles de El Call hace un año, persistía en el error. En casa vivimos rodeados de una auténtica sinfonía de campanas: de la Catedral nos llega el sonido de Eulalia, Honorata y Tomasa; también puedo escuchar –en un lapso temporal/tonal que hubiera encantado a mis adorados vanguardistas vieneses– los gongs que llegan de Sant Felip Neri y Santa Maria del Pi (un lugar sonoramente extraordinario que es una de las obras maestras más extraordinarias de nuestro arte Gótico). La orgía de cuartos y horas no sólo configura una ordenación perfecta del día, un papel pautado en el que el tiempo pasa de una angustiosa indeterminación a la matemática exacta necesaria para vivir; fundamentalmente, el sonido de las campanas resulta un acompañante perfecto para distraerse, escribir y dejar que el paso del tiempo devenga dulzura reverberándose.

Incluso de noche, cuando por obra y gracia de mis prejuicios había temido más el sonido de los campanarios, su solemnidad acompaña mi descanso como si la misma Virgen María llenara de aire la almohada. Consideraba locos a los ciudadanos que decían necesitar la presencia de las campanas para conciliar el sueño; no sólo certifico la exigencia, sino que puedo afirmar que las campanas del barrio me han regalado mucha más paz que mis queridos Diazepam y Fluoxetina. En una ciudad cada vez más ruidosa, de una nauseabunda y letal contaminación acústica (provocada no sólo por los automóviles, sino por la persistente obsesión de la conciudadanía por gritar y compartir con los peatones su espantosa música o, aún peor, sus conversaciones telefónicas), las campanas son una fuente de orden y paz tan fuerte que ni los comunistas del Ayuntamiento han podido aniquilarlas.

Las campanas del barrio me han regalado mucha más paz que mis queridos Diazepam y Fluoxetina

El sonido de los campanarios no tiene nada de inmaterial: es de una solidez que puede masticarse y provocan un bienestar tan esencial como la propia piel. Mientras escribo La Punyalada, los cuartos del barrio juegan en una secuencia de semitonos que no podría haber imaginado ni el propio Schönberg. Espero que todas ellas, a las que nunca he visto (me gusta guardar el misterio de una voz sin cuerpo), algún día no muy lejano a ser posible y sin molestia para con la vecindad, doblen algo sólo para mí.